Una campaña televisiva de los años 70 rezaba, «Cuando el bosque se quema, algo tuyo se quema». No viene a colación de las desgracias sufridas por las familias en el temible incendio de Valencia, acontecido esta semana, aunque aprovecho para sumarme al horror, dolor y sufrimiento de todas ellas. Tiene que ver con algo más cercano y, para mí, cargado de simbolismo. Sin pretender compararlo con otras noticias de las muchas que nos embargan, el anuncio del cierre de la tienda de muebles Huebra, referente del comercio local salmantino, con más de ciento ochenta años de antigüedad, me resultó impactante.
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En una ciudad cargada de historia por sus cuatro costados, que ha visto explotar su Plaza Mayor en un film protagonizado por Sigourney Weaver, recientemente galardonada con el Premio Goya Internacional por la Academia Española de Cine, que tanto valora nuestro ocupado vicepresidente, un negocio familiar que han regentado hasta cuatro generaciones tenía un trocito de esa historia. Comprar en Huebra era tanto una tradición como una consecuencia de que las cosas iban bien, porque su calidad tenía reflejo en el precio, como es natural. Tan natural como su madera y repujados que ahora vemos como algo de antaño, pero que reflejan un trabajo de ebanistería delicada y cuidada, horas de esfuerzo y mucho serrín. El mismo con el que se fabrican los tableros de aglomerado con que están hechos, en general, los muebles hoy en día, revestidos por una fina capa de melamina, una resina sintética. Todos, yo el primero, igual que nos hemos tenido que adecuar a las nuevas tecnologías, nos hemos puesto a montar en casa este tipo de muebles que nos acompañan hace décadas y que tienen un tanto de responsabilidad, no sé si activa o pasiva, en la desaparición de negocios como Huebra.
Mantener las tradiciones es algo mucho más profundo que la fiesta con que solemos acompañarlas. Es conocer el arraigo de las cosas, su cultura y su significado. Casualmente, apenas ocho años antes de que el negocio familiar que nos ocupa abriera sus puertas en Salamanca, en un primer local alquilado en el centro, nació en Ginebra Henry Dunant, en el seno de una familia de rancio abolengo. Dunant creó en 1863 el CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja), después de años preocupado por los horrores de la guerra, que conoció de cerca casi sin querer, mientras, ocupado en sus negocios, se topó con los restos de un campo de batalla y miles de heridos abandonados a su suerte. Organizó entonces un movimiento solidario, casi exclusivamente formado por mujeres, que le ayudaron, cuando menos, a consolar a aquellos soldados tanto del bando austríaco como francés. Recomendable lectura, especialmente para cargos ociosos, Recuerdo de Solferino (Henry Dunant, 1862), para saber de qué se habla, cuando se habla de más.
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