¿Son los autónomos peores padres que los trabajadores por cuenta ajena? Esa pregunta puede provocar el mismo chirrido mental que el oxímoron «disfrute obligatorio». Porque si algo nos hace disfrutar, no es necesario que nos obliguen. Y si tienen que obligarnos a disfrutar, es que alguien cree que sabe lo que nos conviene mejor que nosotros mismos.
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En esta línea ha surgido el disfrute obligatorio del permiso de paternidad del «Real Decreto Ley de ampliación del permiso nacimiento y cuidado», en vigor desde ayer, como cumplimento de una directiva europea relativa a la conciliación de la vida familiar y profesional. El retraso en la trasposición de esta norma ha supuesto hasta el momento una sanción de más de seis millones de euros. Que se haya frenado esa sangría económica, es una gran noticia. Avanzar en las medidas de conciliación, lo es aún más. En un momento histórico en que la mujer avanza con paso firme en el terreno laboral, la mayor dificultad que se encuentra es compaginar su desarrollo profesional con el cuidado de sus hijos. Por tanto, bienvenidas sean las mejoras en ese aspecto.
La norma garantiza permisos de hasta 19 semanas para cuidado de hijos. Las seis primeras semanas son de obligado disfrute para el trabajador, tanto por cuenta ajena como autónomo. En el primer caso, durante este permiso retribuido percibirá una prestación equivalente al total de su base reguladora, es decir, prácticamente la misma cantidad que percibía como salario. En el caso de los autónomos, su prestación será el 100% de su base reguladora de cotización. Y esto que, a priori, parecen medidas semejantes, esconde una gran desigualdad que lleva a los autónomos a una situación de vulnerabilidad económica que no tenían antes de que les obligaran al disfrute de su baja paternal y como consecuencia les empuja a mantener su actividad laboral a escondidas.
Ocho de cada diez autónomos siguen trabajando tras el nacimiento de su hijo. No porque sean peores padres. No porque prefieran vivir ajenos a ese hito familiar que supone el nacimiento de un hijo. No porque se desentiendan de las necesidades del bebé o de la madre. Simplemente, porque en función de su cotización previa, esta prestación puede dejarles en una posición precaria que no les permita hacer frente a las necesidades familiares. Y a esta fragilidad económica se puede sumar otro factor relevante: la necesidad de contar con un sustituto durante el periodo en que no trabaje, o bien asumir la pérdida de clientes. Posiblemente, en el desarrollo de esta norma haya faltado una interlocución efectiva con los afectados para valorar su perspectiva. Casi dos millones y medio de personas. Un grave error.
Pero la reflexión puede ir más allá. Partiendo de la necesidad de que los gobiernos blinden los derechos de los ciudadanos, cabe preguntarse dónde está el límite del «disfrute obligatorio del derecho». ¿Hasta qué punto la libertad de decisión del individuo puede verse coartada por normas que deciden qué es lo que más le conviene? ¿Hasta dónde debe llegar la tutela del Estado?
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