Cualquier día les aburro contándoles cosas curiosas, incluso fantásticas, del contorno de mi actual retiro, el corro de fincas inmediatas, el sierro cercano y las ... gentes de estos lugares, que el maestro Antonio Llorente llamaba “riñón de la charrería”. Por hoy me atendré a la celebración de la Santa —tan “salmantina”—, que se conmemoraba ayer.
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Me puse a esta tarea al regreso de charlar con un Amigo, rezarle a dicha Santa y recordar a Tejero. Desde el monte donde me he confinado y soy —como Garfias—, “pastor de mis soledades”, me he acercado hasta Las Veguillas, a menos de una legua. Un pequeño pueblo con un excelente alcalde y diputado provincial, una de cuyas vías principales se llama de don Juan Iglesias, formidable romanista. Me llegué a ese valle bendito de Cabrera, que Unamuno bautizó como “asilo de sosiego/ crisol de la amargura”. Allí hay desde antiguo, como ustedes saben, un Cristo austero, campesino, que —por seguir con don Miguel—, “las oraciones del contorno acogen;/ es como el nido/ donde van los dolores/ a dormir en los brazos del Cristo”. Me entiendo bien con Él, escucho atento lo que me dice. ¿Ah, pero es que habla?, se preguntarán. Propiamente no. Uno no es como el inocente “Marcelino pan y vino”, pero —me sucede como a los canarios con el de La Laguna—, a mi Cristo de Cabrera/ las penas le conté yo;/ “sus labios no se movieron/ y sin embargo me habló”. Al menos cinco generaciones de mi familia han estado vinculadas a ese valle, a la Sierra de Mora y al modesto templo del Cristo milagrero, donde mi abuela paterna fue bautizada y contrajo matrimonio (debió pedirle fertilidad, porque trajo al mundo veinte hijos, el mayor mi buen padre).
A veces el Crucificado parece equivocarse, como con aquella devota con dos hijas que relataba Magín Carretero y creo que ya les he contado. La mujerita decía compungida: “Yo le imploré que la casada me diera un nieto, pero no sé si me expresé mal, o al Cristo me lo tenían distraído las comadres y los meapilas, y no me entendió, el caso es que quedó preñada, ¡pero la hija soltera!”. Yo estuve ayer mano a mano, en estremecedora y fértil soledad con Él. Como dice el Evangelio de mañana, no soy digno de desatar la correa de su sandalia, pero me he puesto las botas pidiéndole mercedes. Alguna caerá.
En la misma ermita está el retrato de una monja de familia ilustre, María Maravillas Pidal y Chico de Guzmán, que fundó aquel palomarcito del Carmelo. No fue el único en nuestra provincia, porque antes de la guerra incivil adquirió el Desierto de Batuecas, y allí se refugió con otras veinte monjas un tiempo, durante el que los milicianos —en foto histórica—, “fusilaron” la estatua del Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles. Fundó el convento del Cerro, pero también lo hizo aquí en Batuecas, Mancera y Cabrera y ayudó económicamente en la construcción del Teologado de Salamanca. Hizo en esta ciudad su primer prodigio, una curación milagrosa, científicamente inexplicable, informada por un prestigioso internista charro. En la madrugada del día que debió morirse, la enferma desahuciada se sentó en la cama, pidió el desayuno, fue dada de alta y sigue entre nosotros. La Madre María de las Maravillas de Jesús, fue canonizada en el 2003, por el Papa Juan Pablo II en una ceremonia inolvidable, en el Paseo de la Castellana.
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Mucho ha cambiado Batuecas, que la Madre Maravillas, ya reconstruido, cedió a los Carmelitas en los 60. Entonces solo venía de incógnito, se ponía un blusón jurdano y hacía literal y humildemente de “Fray escoba” el gran dramaturgo López Rubio. Hoy la hospedería tiene más de veinte habitaciones-celdas donde vienen con frecuencia los “Amigos del Desierto”, un grupo de laicos seguidores del sacerdote Pablo D’Ors, autor de la celebrada “Biografía del silencio”, editada por Siruela, de nuestra querida salmantina Ofelia Grande.
¿Y Tejero? Pues no siendo ya Guardia Civil, casi veinticinco años después del 23F, se me “apareció”, cuatro sillas a mi izquierda, en la misa concelebrada —entre otros por su hijo sacerdote—, por el Pontífice en la Castellana. Confieso un primer impulso de agarrarle por las solapas e invitarle a que, sin tricornio, pistola, ni guardias protegiéndole, soportara, tu a tú, la bronca de uno de sus secuestrados. La tentación fue sofocada por extemporánea, y porque la canonizada Madre Maravillas no me lo hubiera perdonado. Quería seguir a buenas con ella. Efectivamente, luego me ha echado más de una manita en delicados trances, que cualquier día les endilgo.
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