La obligación de mantener la velocidad a 30 en una gran parte de nuestra ciudad se ha convertido en tema de conversación y noticia entre ... propios y extraños. Ciertamente la invitación a ser prudentes y respetuosos cuando nos ponemos al volante de nuestros vehículos tiene cada vez menos sentido. Lo educativo tiende a desaparecer en favor de lo represivo, algo no estamos haciendo o no lo estamos haciendo bien. Cada día más leyes, más normas, más impedimentos, más restricciones, más controles, más seguimientos, más cámaras, radares, drones, ... y al final, reduzca a 30. Lo peor de todo es que esta situación se hace extensiva más allá de las carreteras, en el día a día de nuestra vida nos saltamos a la torera o nos pasamos, como vulgarmente se dice, por el arco del triunfo, todo aquello que nos da la gana, eso sí, unos más que otros. Quizá nuestra actitud ante la vida tenga algo que ver con aquello que hace tiempo existía y algunos aún mantienen, eso que se llama educación.
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Me resulta lamentable que nos veamos inmersos en cursos y talleres de todo tipo para formarnos en el respeto, la aceptación y el entendimiento con el prójimo, la prójima y el, la, le prójime. A mí me enseñaron a respetar, aceptar e incluso amar a todo ser vivo. No había lugar para la duda, respeto y educación ante todo. Recuerdo a uno de mis queridos profesores, don Mauro Pérez Aguado, allá en los Maristas de Tui, que nos recordaba y enseñaba que educación y cultura es saber estar en cada momento como hay que estar. Mi madre, como muchas madres, maestra de educación con título propio adquirido en la realidad de la vida, repetía con cierta frecuencia: “Es muy importante saber estar”. En estos días de convivencia por Galicia, le vienen a uno muchos recuerdos y añoranzas, le aflora “la morriña” y agradece todo lo recibido de los antepasados, sobre todo el “saber estar”, aunque uno no siempre alcance los niveles deseados. La duda me asalta en medio de los recuerdos y sentimientos que afloran desde los claustros del Seminario Menor en Tui, la torre del castillo de Sotomayor o contemplando la desembocadura del Río Miño desde lo alto de Santa Tecla, ... cruzar Redondela, la Villa de los Viaductos, contemplar las islas de San Simón y San Antón, todo eso y más, hace evocar la historia en general y la propia en particular, y refresca la memoria histórica en la que uno se siente orgulloso de no haber olvidado sus orígenes, teniendo claro aquello de que “quen esquece as suas raíces perde a sua identidade”, “quien olvida sus raíces pierde su identidad”. La duda que me asalta es si realmente lograremos mejorar el “saber estar”. Quizá sea necesario recuperar ese “saber estar”, en primer lugar con nosotros mismos.
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