Una encuesta publicada el pasado miércoles afirmaba que más del 70% de los españoles están muy preocupados o bastante preocupados por la actual tensión política. ... Leo el periódico y veo que nuestros —presuntos— estadistas exhiben lo más granado de su artillería ante los taquígrafos del Parlamento, acusándose entre sí de emparentar con el golpismo o el terrorismo. Nadie me dio vela en esa encuesta, que no es del CIS, pero me siento parte de esa mayoría aplastante.

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En esta misma columna he abogado permanentemente por el diálogo. Cuando he levantado la voz, que lo he hecho, ha sido precisamente para advertir de la necesidad de que los políticos hablen y lleguen a acuerdos. Siempre ha sido necesario —para ellos, obligatorio—, pero en estas circunstancias lo es mucho más. Por eso, me llena de esperanza ver que el Gobierno de Castilla y León o el Ayuntamiento de Salamanca parecen haber optado por esa senda. No quiero dejar pasar la ocasión de expresar mi reconocimiento a sus respectivos responsables por haber llegado ahí. Sólo deseo que sigan trabajando juntos, desde la disparidad de criterios; que no nos defrauden, y que no se dejen contaminar por lo que se diga en las sedes centrales de los partidos, auténticas sedes del poder real, madrastras de todas las corrupciones.

Me gustaría saber a quiénes beneficia tanto ruido, aunque mi duda —bien lo sabe el lector— no es más que un manido recurso retórico. Ruido, mucho ruido. Ruido en busca del voto. El que han escuchado en su cabeza tantos sanitarios enfundados en su EPI mientras no daban abasto atendiendo a las víctimas directas de la pandemia; o el que atronaba a todos esos militares que han desinfectado residencias de ancianos; o el ruido que aturde a los trabajadores de comercios y supermercados, y que no acallan las mascarillas, gafas y pantallas que llevan durante horas para atendernos. El ruido que tantas y tantas víctimas han tenido que soportar. Ese maldito ruido que a todos nos atruena y que no alcanzamos a comprender.

No puedo dejar de pensar en toda esa gente buena que no hace ruido, que sufre en silencio su miedo a contagiarse o a contagiar a su familia, o a perder su trabajo; que tiene problemas para llegar a fin de mes o que, sencillamente, hace cola ante los comedores de beneficencia. Esos no hacen ruido.

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