Hace 84 años pasó lo que pasó. Pero a pesar del transcurso de casi un siglo, por estas tierras aún cruza errante la sombra de ... Caín, que Machado denunció. Aburre tratar de algo tan odioso y sobado como las dos Españas, que una sectaria Ley de Memoria Histórica alentada por Zapatero y el actual PSOE, han resucitado. Faltaba hacer gobierno con comunistas de pura cepa, versión venezolana, y ya hay un vicepresidente y tres ministros. Lógicamente ahí está el debate Monarquía-República, los ataques a la Corona -no solo al rey Emérito-, el enfrentamiento social en Cataluña o el País Vasco, los malos modos en la política y las destemplanzas en las Cortes, solo comparables con aquellas que sirvieron de prólogo a la tragedia de nuestra guerra incivil . Quienes quisieron encizañar, lo han logrado. No les ha bastado ni la Constitución de la concordia.
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Pero hace exactamente 82 años, también hubo una voz socialista -la de Azaña en Barcelona-, que intuyendo que algún día en nuevas generaciones de españoles herviría la sangre iracunda, clamó para que escucháramos la lección de los muertos, que nos envían el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos “paz, piedad y perdón”. Estuvo clarividente. Intentaba una tercera España que creíamos haber conseguido entre todos durante la transición. De ahí que nos preguntemos con frecuencia, -como con Perú el protagonista de “Conversaciones en la catedral”, de Vargas Llosa-, cuándo se jodió España. Mi respuesta es muy sencilla y nítida: empezó con Zapatero y, si no lo impedimos, la está acabando de dinamitar Pedro Sánchez. Felipe González, único ausente al funeral de ayer (confinado), acaba de dar otra lección al zapaterismo y al sanchismo, apelando a la presunción de inocencia de Juan Carlos I, y pidiendo respeto a su legado histórico.
Evocar una vez más aquel hermoso discurso, me reconforta porque aquel mismo día vino al mundo en Vitigudino un charro lígrimo, al que “las nieves del tiempo platearon las sienes”. Pero aún camina erguido, con un noble aspecto senatorial, patricio, aunque no sea “Su Majestad” -no casaba con su sincera modestia-, sino Santiago Martín (me precio con su amistad y le vuelvo a felicitar desde esta Calle del Desengaño).
¿Estamos los españoles unidos? ¡Quiá! Eso es lo que pidió el jueves el Rey en su breve discurso del funeral de Estado por las víctimas del coronavirus. Lo único que nos ha logrado unir, mentira parece, es un balón de oro, ganado en un campeonato del mundo hace por ahora diez años. Lo fue gracias -entre otros -, al también charro lígrimo Vicente del Bosque (al que tampoco le sentaría mal la toga blanca y púrpura de los senadores romanos). Baste decir que, según una fotografía que circula en las redes, dos mujeres de la fila sexta -que hay quienes dicen podemitas-, volvieron sus sillas dando la espalda a Felipe VI durante su intervención. ¿Bulo? No parece, porque de ser intérpretes de lengua de signos -como se sugiere-, ni estarían las dos juntitas, ni se dirigirían solamente a la última fila, como si estuviera reservada a sordomudos.
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Protestar, llamar la atención, manifestarse histriónicamente en una ceremonia pública, es una vieja tentación hispana. Se lo hicieron a Franco en uno de los aniversarios de la muerte de José Antonio Primo de Rivera. En el silencio de la consagración en la Basílica del Valle de los Caídos restalló un “¡Franco, traidor!”, de un joven falangista. Y se lo hicieron a Aznar al concluir el funeral por las víctimas del 11M: “¡Señor Aznar, le hago responsable de la muerte de mis dos hermanos!”. Por quitar dramatismo, fui testigo de lo que en el Auditorio de Palma de Mallorca, en el último Congreso de la UCD dividida, gritó el ex alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano, del llamado “sector crítico” (literalmente aplastado en aquella convención): “¡Basta Suárez, nos rendimos!”, a lo que siguió una carcajada general, incluso del “sector oficialista”.
Y por ser histórica y más que ingeniosa, recuerdo a los pocos que no la conozcan, la respuesta que a una interrupción de su discurso, dio el salmantino Gil Robles en las Cortes de la República. Su oponente vociferó “¡Su Señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda!”. En la España paupérrima de los años treinta, lo usual no era precisamente el calzón de seda -el eslip de algodón no existía-, sino los calzoncillos con perneras hasta la rodilla, hechos de basto lienzo moreno (que ahora se utiliza solo para las pancartas). Don José María le contestó raudo: “No sabía que la esposa de Su Señoría fuera tan indiscreta”.
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