La pandemia ha condicionado todos los patrones informativos. La emergencia sanitaria atenúa los matices de nuestra vida ordinaria, del mismo modo que lo hacía la ... media de Sara Montiel sobre el objetivo de la cámara. Los comunicadores políticos de toda orientación han sabido surfear sobre esa gran ola. Hasta la Casa Real aprovechó la ocasión para dar cuenta a la ciudadanía de noticias que en otro momento habrían puesto en riesgo de ruina inminente a la propia institución. Sin embargo, ni el coronavirus ha podido silenciar el clamor popular contra el brote experimentado por otra enfermedad latente en la sociedad: el racismo.
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En los últimos días, los medios de comunicación nos han demostrado la existencia de abusos policiales que merecen una respuesta urgente. La mecha la encendió la muerte de George Floyd, hace ya más de dos semanas, transmitida a todo el mundo en una grabación estremecedora. No ha sido la única, ni Estados Unidos ha sido el único lugar. La protesta se ha extendido por todo el mundo, casi con la misma intensidad que el provocador presidente norteamericano alivia sus excrecencias mentales a golpe de tuit. La supresión del racismo es una más de nuestras asignaturas pendientes. Negarlo es tanto como ir en contra de la evidencia. Del mismo modo que el machismo, el racismo es pura y simplemente irracional y, aun negándolo de buena fe, incurrimos sin querer en las trampas que nos tiende esa sutil herencia cultural que nos condiciona.
Dicho esto, también contemplo con preocupación que la reacción frente al racismo nos ha puesto, una vez más, ante la estulticia de lo políticamente correcto. Cuando me llegó la noticia de que HBO retiraba de su plataforma “Lo que el viento se llevó” pensé que se trataba de una fake más. A Dios pongo por testigo que la señoritaEscarlata fue una racista de tomo y lomo; y también que Hattie McDaniel sólo pudo asistir a la ceremonia en la que recogió su Oscar, el primero que recibió un actor negro, gracias a la mediación de David Selznick. Miserias de la segregación en 1940. Sin embargo, la autocensura de HBO reduce a sus clientes a la condición de tutelados, incapaces de pensar por sí mismos; los priva de conocer la historia —aunque sea a través de una película tan cursi como fascinante— y, por ello, de tener elementos para no reincidir en sus errores. Lo malo es que esto no es más que un ejemplo.
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