Qué menos que en este día de fiesta, o mejor dicho en este día festivo, en el que recordamos a nuestros muertos, aprovechar para eso, ... para darles vida. Para resucitarlos de un modo especial en este día y para resucitar nosotros juntamente con ellos. Hemos de reconocer que muchas veces, quizá en estos momentos más, estamos muertos o cuando menos mortecinos.
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La muerte hoy más que nunca, aunque muchas personas la nieguen aun viendo desfilar los ataúdes ante sus ojos, se hace presente de forma muy cotidiana. Hoy “la hermana muerte”, que diría San Francisco de Asís, se ha hecho de la familia. Lo hace de una manera incómoda, dolorosa hasta el punto, diría yo, de resultar insolente. La muerte siempre ha formado parte de la existencia y unas veces antes otras después a todos nos llega la hora: “vulnerant omnes, ultima necat”, “todas hieren, la última mata”. Ojalá llegue pronto la última hora de esta pandemia y resucitemos un poco por encima de la tristeza y el dolor acumulados en el día a día de esta pesadilla. Porque es verdad que a pesar del esfuerzo que hacemos por reinventarnos, de la fe que tenemos y la esperanza que le echamos. Más allá de las sonrisas buscadas y rebuscadas. De las alegrías que hacemos brotar en nuestros corazones pintando de colores las situaciones más grises, somos humanos y hay espacio en nuestro corazón para sentir, aunque esta sea la mayor crisis que la humanidad está pasando en este momento. Más allá de crisis económicas, más allá de crisis de valores, más allá de cualquier crisis, está la crisis de sentimientos y la incapacidad de sentir. Cada vez hay más anestesiados incapaces de sentir al otro. No estoy hablando de sentimentalismos ni de sentimentaloides, no hablo de sensiblerías, hablo de sentir y compartir lo que siento. Algo que implica ser y estar en, con, por, para el otro. Maldigo ese mensaje de “no sufras”, maldigo ese egoísmo que disfrazado de comprensión lo tapa todo con un ansiolítico, tratando de escapar de lo que duele en lugar de afrontarlo. El día que nadie sepa sentir, amar, será el fin de la humanidad. Siento, luego existo y por eso invito a sentir en vida, a no esperar a después, porque él después si no es continuidad del antes es un sinsentido.
Retomo la insolencia de las muertes que nos tocan vivir estos días y recuerdo con suma tristeza y dolor la muerte de mi amigo Jesús Jiménez Dávila y en él hago presentes a todos los que nos dejaron. Lo hicieron de manera inesperada e inmerecida, en soledad, a traición y en el caso de Jesús como otros muchos, llevando la contraria a lo que su vida fue. “Escucha que te diga: a mí me da igual morirme, pero no quiero morirme solo”, decía mi amigo Jesús. Se equivocaba porque lo que ha de importarnos es no vivir solos, el así lo hizo. En vida hermano, en vida.
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