El vítor de Franco

Cuentan las crónicas que el vítor pintado en la fachada Norte de la Catedral en honor al general Franco fue el último que se realizó ... con la fórmula artesanal previa al uso de productos sintéticos: sangre de toro, almagre, pimentón. No es cierto. Me dice Valentín Gómez que su padre, Emilio, de quien aprendió el oficio, estampó tiempo después muchos vítores en las paredes de nuestra Universidad con ese mismo tinte para cuya materia prima acudía a La Glorieta cada Feria de San Mateo.

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También se dice que ese vítor, retirado en 1991 por iniciativa del Cabildo tras años de bombardeo desde el atrio con globos de pintura, fue inscrito en recuerdo del doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad de Salamanca al jefe del Estado en 1954. Tampoco es cierto. Hay fotografías que ya lo situaban en los muros de la Plaza de Anaya pocas semanas después de que el recién elegido Caudillo se instalara en el Palacio Episcopal. La prensa de la época daba cuenta de que el 23 de noviembre de 1936, a propuesta del jefe de prensa de Falange, el Ayuntamiento aprobó la instalación del anagrama en la torre de la Catedral Nueva. El 28 de ese mismo mes, Mariano de Santiago Cividanes confirmaba en El Adelanto la ejecución del encargo, aunque “no lejos de la Puerta de Ramos”. Pocas semanas después de que fuera nombrado Generalísimo por sus conmilitones en aquel levantamiento que llevó a una atroz guerra incivil, Franco ya tenía, sin pasar por la Universidad, su título a la puerta de su casa. Lo dijo el propio Santiago Cividanes: “Esto no es un vítor académico, obtenido en lides escolares; es ganado en los campos de batalla”.

En abreviatura, al nombre del homenajeado se le añadió el rótulo Miles Hispaniae Gloriosus. No fue el único lugar en el que se usó esa expresión. También aparecía en el reverso de la Medalla de la Campaña otorgada a los sublevados que lucharon en el frente. Las dictaduras mitifican sus logros para disfrazar sus miserias. También su ignorancia, porque durante décadas nadie en el Régimen acertó a saber que el Miles gloriosus de Plauto no hablaba de un soldado memorable, sino de un legionario fanfarrón del que se burlan hasta los esclavos. Tampoco sus oponentes quisieron renunciar a la leyenda, creyendo ver en esa frase un culto escarnio, una sofisticada venganza pública de la que, realmente, nadie puede presumir.

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