El otoño presentido

Sábado, 12 de septiembre 2020, 05:00

Vaya por delante García Lorca, con su “Tan, tan,/ tan, tan./ ¿Quién es?/ El otoño otra vez./ ¿Qué quiere el otoño?/ El frescor de tu ... sien./ No te lo quiero dar./ Yo te lo quiero quitar/ tan, tan...”. Los lectores que me queden, no ignoran que para mí el hermoso otoño se presiente cuando en el prado cercano brotan las primeras chupamieles, anunciando el final del verano; esas florecillas malvas con bulbo dulce, que por hacer más cortos los días, nuestros pastores llaman por aquí quitameriendas. De puro humildes las tengo ley. De igual suerte que los niños del contorno se acuestan cuando en el firmamento aparece el apea-yeguas - para mí que es Júpiter-, la hora en que a las caballerías se las encadenan los remos delanteros. Para los más pequeños significa el final del día, la hora de la cuna, las cuatro esquinitas, el cuento de la abuela y a soñar con los ángeles.

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En el otoño es también la berrea, esa brama de los venados en celo que se escucha desde muy lejos, por el derroche gutural que sale de las profundidades de su largo cuello, con la solemnidad de un órgano, reivindicando un territorio y la lucha por conquistar las hembras a cornadas con los rivales, y el apareamiento. Era un concierto que sin embargo este otoño no se podrá disfrutar, porque ya no hay venados en la pradera cercana. ¿Y el tañido de los cencerros de los carneros y su tropa de ovejas, yendo al atardecer hacia su red? Pues no, porque están donde tienen que alimentarse, en los espigaderos de las tierras de pan llevar, en la Armuña. Pero ¿al menos se oirá el turreo de los toros en las noches de luna, o los bramidos de algún cuatreño corneado? Tampoco, porque en las dehesas próximas, en este corro –como llaman los charros a los grupos de fincas-, en este “riñón de la charrería” –como denominó a esta zona veguillense el gran Antonio Maldonado-, quedan pocas reses bravas, y rivales para pelearse.

Esas carencias, sin embargo, no ensombrecen mi particular otoño, que también ha llegado, y con no pocas limitaciones, barreras benditas, que otros -muchos, algunos mas jóvenes-, ya no podrán asumir o saltar. “Amanece, que no es poco”, digo usando el título de la genial película de Cuerda –para el que desde febrero no amanece, y tenía solo 63 años-, y atardece de un modo bellísimo. El sol poniéndose en el encinar, de un modo para mí indescriptible, pero que describió como ningún otro podría hacerlo, nuestro paisano y excepcional escritor Luciano González Egido, en “La fatiga del sol”. ¿Fatiga? La de tantos de vuelta de casi todo, que aún nos emocionamos con ese espectáculo diario, fabuloso, gratuito, durante el que nos parece escuchar al fondo música de Wagner. Yo no me siento triste, como Manuel Machado, en “una tarde del otoño viejo;/ de saudades sin nombre,/ de penas melancólicas tan lleno”. Por el contrario, celebro la existencia, con sus restricciones, y aspiro como Agustín de Foxá a prolongar el otoño, deseo que en él fracasó (murió con 53 años). Dejó escrito -con desgarro-, “y pensar que después que yo me muera/ aún surgirán mañanas luminosas...// y pensar que desnuda, azul, lasciva/ sobre mis huesos danzará la vida/ y que habrá nuevos cielos de escarlata/ bañados por la luz del sol poniente...”.

Pero el que siempre está, y de guardia permanente para quienes vayan a remecer sus penas, es el Cristo del Valle de Cabrera. A solas con Él, he recordado el Levítico y aquella pandemia histórica que fue la lepra, cuando los contagiados tenían que ir con sus vestidos rasgados, la cabeza descubierta, tocando una campanilla y gritando para avisar a sus vecinos : “¡Tame!, ¡tame!” (inmundo, inmundo o impuro, impuro). Ya entonces el contagio llegaba con el germen expulsado hablando, tosiendo, estornudando. Nadie osaba acercarse a ellos, menos uno, Jesús, cualquier día en Samaria o Galilea, que le salieron al paso diez leprosos, implorando compasión. La tuvo y los diez quedaron curados (aunque el único que regresó a agradecerlo fue un samaritano, conducta -por cierto-, ingrata pero reiterada por los siglos de los siglos). ¿A cuántos de nosotros habrá echado un capote, evitado que contrajeran el corona-virus, nuestro Cristo más campesino? Conviene echarle una mano, pero les aseguro que Él ayuda. Y si todos los contagiados imitaran (en versión siglo XXI) a aquellos leprosos bíblicos, advirtiendo que han dado positivo, haciendo cuarentena, llevando mascarilla... las estadísticas serían otras.

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¿Que llama el otoño otra vez, como escribió Federico? Que llame. ¿Que quiere el frescor de mi frente? Pues no se lo doy.

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