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En el primer aniversario del 7 de octubre, una de esas fechas en las que la Historia cambia de marcha y revoluciona el motor, para coger la curva bien pegada al asfalto, he asistido a un acto judío en la Bebel Platz de Berlín, la misma plaza en la que, en 1933, estudiantes, profesores y miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán arrojaron al fuego públicamente, en una gran hoguera de ignominia, los libros de la Universidad Humboldt con cuyos autores no estaban de acuerdo. No más de ciento cincuenta personas escucharon la lectura de los nombres, uno por uno, de los rehenes todavía en manos de Hamás, antes de la oración del rabino por las víctimas de ambos bandos. Y ninguno de los hombres llevaba kipá a la vista, aunque seguramente muchos la ocultasen bajo los sombreros y gorros que el otoño riguroso aconseja ya en la capital alemana. El acto resultó tan escueto y tímido, casi temeroso, que por momentos la Historia dejaba asomar momentos no tan distantes como nos gustaría. Que los judíos vuelvan a ocultarse en Berlín por miedo a las consecuencias es una vergüenza, pero que no haya una mayoría de ciudadanos dispuesta a ponerse del lado de las víctimas, sean del bando que sean, es un augurio de algo mucho peor. Y mientras caen las hojas de los tilos, cobra renovado sentido el poema de Martin Niemöller que nunca dejó de tenerlo. «Cuando vinieron a por los comunistas guardé silencio porque yo no era comunista«. Niemöller reflexiona sobre el inexorable destino de aquellos que, con su indiferencia o por conveniencia, no oponen resistencia a los dictadores, que no son otros que los que no están dispuestos a respetar la ley, sino a personificarla. «Cuando encarcelaron a los socialdemócratas guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando llegaron a por los sindicalistas no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando se llevaron a los judíos no hice nada, porque yo no era judío«, sigue el poema, que concluye: «Cuando vinieron a por mi no quedaba ya nadie que pudiera protestar«. Es un poco lo que le está ocurriendo a Tudanca. Cuando humillaron a las víctimas del terrorismo se calló, cuando el gobierno incurrió en medidas inconstitucionales guardó silencio y ni siquiera se sintió aludido cuando Castilla y León fue ninguneada por un presidente dispuesto a mantenerse en el poder «con o sin el apoyo del Parlamento«. Asintió la amnistía y otorgó, que es lo que hace el que calla, cuando se sacrificaba la igualdad de los españoles en el pacto de financiación con Cataluña. Ahora van a por él y tiene toda la razón cuando denuncia que está siendo víctima de una «cacicada«. Pero ya no queda nadie para protestar en su nombre.
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