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Opinión

Érase una vez un país

Érase una vez un país imaginario, en el que su presidente se entregó a un grupo que pretendía separarse de ese país

Viernes, 26 de julio 2024, 05:30

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Érase una vez un país imaginario que tenía un presidente del Gobierno que cambiaba de opinión y parecer cada vez que le venía en gana. Así, un día decía que una amnistía no cabía en la Constitución y otro concedía la susodicha amnistía. Y en apariencia no pasó nada. En ese país imaginario, la mujer del jefe del Gobierno desarrollaba una serie de actividades, que, al margen de la calificación jurídica que proceda en su momento, eran cuando menos un tanto «sospechosas» desde el punto de vista ético y moral. Los afectados no dieron las explicaciones que correspondían y tampoco pasó nada, al margen de las actuaciones judiciales emprendidas. Érase una vez un país imaginario en el que un hermano del presidente del Gobierno fue contratado con un pedazo de remuneración por una Institución pública, pagada con cargo a los impuestos de todos, para hacer no se sabe muy bien qué, sin horario, y sin obligación de acudir a su puesto de trabajo; suma y sigue: porque el susodicho había fijado su residencia en un pueblo de un país vecino, se supone que con el fin de pagar menos impuestos. Y tampoco pasó nada, salvo que una jueza decidió investigar el asunto.

Érase una vez un país imaginario, en el que su presidente, con tal de mantenerse en el poder, se entregó a un grupo que pretendía separase de ese país por un puñado de votos, en concreto siete. Érase una vez un país imaginario en el que cada vez que había una votación importante en la sede de su poder legislativo, los que mandaban en esos siete votos, se lo ponían muy difícil al Gobierno y habían provocado ya varias derrotas parlamentarias. Y no pasaba nada. En ese mismo país, que no es real, porque solo existe en mi imaginación y por lo tanto nunca se podrá saber cuál es, su Gobierno se hallaba sumido en el más absoluto de los desgobiernos y los socios andaban de trifulca en trifulca. Y no pasaba nada. Érase un país en el que el Gobierno estaba empecinado en controlar todas las instituciones, desde el poder de los jueces hasta un tribunal que se llamaba Constitucional. Este último, colonizado por algún leguleyo enviado por las huestes gubernamentales, se había convertido en una especie de tribunal de casación de otro que responde al nombre de Supremo. En ese mismo país imaginario resulta que se habían dilapidado varios cientos de millones de euros, estaba detectado y comprobado, pero nadie era responsable.

Érase una vez un país imaginario, por supuesto, en el que el Gobierno pretendía asaltar a golpe de Boletín Oficial del Estado las empresas más importantes, en las que iba situando a sus correspondientes peones para lograr su objetivo de control total. En ese mismo país, que solo existe en mi imaginación, su Gobierno estaba empeñado en una guerra sin cuartel contra aquellos medios de comunicación que no seguían sus dictados. Insisto, todo lo anterior solo responde a mi imaginación y nunca se ha producido en la realidad tamaña sucesión de acontecimientos, por lo que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Por eso no es extraño que no pasase nada.

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