19 marzo 2023
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Ruta por el Campo de Argañán, tan grande y tan solo

Recorrido por la ribera del Azaba, Gallegos de Argañán, Sexmiro, Martillán y Castillejo de Martín Viejo

01 oct 2019 / 19:01 H.

Comenzaba ese día el otoño con un día otoñal, con un cielo de nubes difuminadas y ralas que mejoró bastante a la puesta del sol, dejando estampas velazqueñas en el horizonte. Un buen día para viajar en bicicleta.

Rompiendo mi querencia hacia la montaña, me dirigí hacia la Raya, utilizando la antigua carretera de Portugal que me llevaría al Campo de Argañán. Antes de alcanzar el secano se cruza el regadío, que en estas fechas ofrece una pobre imagen. Bordeando el río, la carretera cruza un túnel de chopos justo antes de alcanzar vallas de zarzas, han engordado las moras con las últimas lluvias, no me resisto a tomar el aperitivo.

Un enorme pastizal plantado de vacas negras, me recibe en la subida hacia Conejera. Mientras saco una foto a esa bonita estampa con la sierra y la ciudad al fondo, observo que a la izquierda del camino hay vacas negras y a la derecha de color, sigo con la cantinela bastantes km y tal observación se cumple. ¿Por qué será? ¿Habrá llegado hasta aquí el hastío de la política nacional, donde se impone la separación?

Lo que sí es evidente es que hay menos vacas que otros años, tal vez ha sido un año duro por la falta de pastos y los ganaderos no han tenido más remedio que aligerar el establo. Una sensación de soledad y vacío me invade al dominar tanta extensión, alcanzado el otero. Tan solo pájaros y mariposas me acompañan en medio de un campo esquilmado por la sequía. Son el sonido del viaje, llego a reconocer tordos, tórtolas, gorriones, ruiseñores, alondras, cogujadas, tal vez calandrias, muy parecidas las tres últimas, que me traen el recuerdo del romance del Prisionero. Hay que hacer un esfuerzo mental para ver en este campo el escenario que describe: “Que por mayo era por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor...”

También cuesta entender cómo a la orilla del camino pudo alguien desprenderse de un montón de basura, donde no falta el colchón y la telebasura, aderezados con una buena ración de plásticos. Ni gota de agua en el regato de Manzanillo, la enorme tromba de la semana pasada, apenas penetró en la tierra, arrastrando por el contrario gran cantidad de suelo y estiércol, además de destrozar el camino. Apenas verdean las zonas bajas de los valles, donde las vacas se las ven y las desean para arrebañar la recién nacida hierba.

Las viejas casas de las fincas, a duras penas aguantan la soledad y el paso del tiempo, los tejados son los primeros en desplomarse, tapiales y muros forman esqueletos de casas solariegas, muy bien situadas, orientadas al sur con vistas a los amplios valles. Una pared con las ventanas de cercos blanqueados resiste solitaria, una casa desnuda, desprotegida en medio de tanta intemperie una imagen sobrecogedora. Como lo es la señalización para avisar el paso de la vía. Quién diría que tienen una gran actividad el ferrocarril y el camino.

Una subida pronunciada lleva al caminante a toparse con las primeras encinas, algunos pinos, las retamas gigantes parece que han decidido hacerse mayores, dejando de ser matorrales, numerosos escaramujos bordean el camino repletos de frutos rojos, siendo la nota de color del viaje, tan solo le hacen competencia los quitameriendas y algún que otro yerbajo que ha vuelto a florecer con la lluvia.

Justo cuando el camino serpentea, cruza el camino una culebra, se libra por los pelos de morir despanzurrada. Alcanzo Palacios, término de Carpio de Azaba, donde vive Sendo Tapia, fiel seguidor de mi blog, gran amante del deporte y la naturaleza, que se conoce al dedillo estos parajes. Están las encinas cargadas de bellotas que lucen brillantes entre sus hojas, habrá buena montanera, los garrapos que después vi en Gallegos engordarán en un plis plas.

Sentía ansiedad por llegar al puente sobre la ribera de Azaba, otras veces que había pasado disfrutaba una colonia de galápagos y teniendo en cuenta que no había visto ni gota de agua en el trayecto, me temía lo peor. Sentí alivio y satisfacción al ver que justo debajo del puente del siglo XVII había agua y pronto descubrí a los galápagos camuflados en la pizarra. Pronto más de uno se lanzó al agua, rompiendo los fractales que se habían formado, ello me permitió disfrutar aún más de los bocatas sentado en el pretil del puente.

Marialba y la Puentecilla son grandes fincas, que en su tiempo debieron ser pequeños pueblos, hoy de ello poco queda. La subida es dura, por un camino escarnado por la tormenta, al menos hay agua en una charca, eso sí cubierta por un tapiz verde. No hay demasiadas vacas a ambos lados del camino, al fondo se divisa Gallegos, capital del Campo de Argañán, comarca que aprendíamos en la escuela y entonces me parecía que estaba en el fin del mundo. Un campo de calabazas de secano, con muy buena cosecha es todo el terreno cultivado que he visto durante 52 km sobre la bicicleta, lo que indica el abandono de estas tierras. Otra cosa son los huertos, que se resisten al abandono total, algunos aún tienen parte de la cosecha del verano en los surcos.

Sigue conmigo la soledad como lapa pegada a la rueda de la bici. Intento frustradamente ver a algún vecino en el pueblo para charlar, intercambiar opiniones. Era la hora de la siesta, y por las calles no había ni un alma, así que cogí la carretera de Sexmiro, dejando atrás los corralones y la historia de un pueblo que se ha reducido enormemente, nada que ver cuando venía con mi padre a visitar a su familia. Es la epidemia de la España vaciada, de la que ningún pueblo es capaz de escapar. Avanzo hacia la Raya, la pizarra sigue ganando presencia, las tapias de los huertos tienen enormes panzas a punto de reventar, en muchos se ve la higuera, el membrillar, el granado, en otros un montón de cachivaches producto del síndrome de Diógenes, es la diversidad.

Un enorme encinar aparece de golpe al conseguir devorar la pendiente que hay a la salida del pueblo, la bajada alegre, me llevará al cauce seco y profundo de un arroyo, un paisaje abrupto que anuncia la proximidad de las Arribes. La larga subida posterior, se alivió con el encuentro de los dos únicos seres humanos que me encontré hasta el cruce de Siega Verde. Habían ido hasta el pueblo siguiente y regresaban a Gallegos, realizando su ración de caminata de colesterol. “Cantar siempre el mismo verso, pero con distinta agua...” dijo el poeta, eso me pasa a mí cuando hablo con los lugareños de estos pueblos: la despoblación, gente mayor, no hay niños, jóvenes, la soledad del invierno, donde se habla más del pasado, el presente es incierto del futuro mejor ni mentarlo.

Al terminar el pequeño puerto, se contempla una espectacular vista de toda la sierra sur de Salamanca, a pesar de que no era un día muy luminoso. Antes de llegar a Sexmiro, una vaca solitaria en lo alto de un cerro, escenifica gráficamente la realidad de estas tierras: una soledad grandiosa y preocupante. Un señor mayor, entra en un huerto, intento seguirle para charlar un rato, no consigo verlo, se lo ha tragado la tierra. Son Sexmiro y Martillán dos pueblos cuyas casas están muy juntas, formando un racimo en lo alto de una ladera. Condenado ya a la soledad, pedaleo carretera abajo en busca del Águeda, que baja alegre, pasando por debajo del original puente pluriarcos de Siega Verde, antes de encaminarse hacia las Arribes.

Contemplo desde la distancia los paneles de pizarra donde hace cientos de años, nuestros antepasados grabaron animales, conservándose bastante bien a pesar del abandono en el que han estado. Lo que hace el agua, atrae la vida, sino cuesta entender que se acercasen antepasados hace años por estas tierras, tan áridas, tan difíciles de labrar. En la subida, observo laderas parceladas por tapias de pizarra para guardar ¿qué? Poco a poco, el entorno, el paisaje, explica por sí solo el porqué de esta España vaciada.

En la nueva carretera suena de vez en cuando un motor que espanta a los pájaros que se alborotan formado bandadas que suben y bajan. Hay un poco más de vida al otro lado del río. Es Castillejo Martín Viejo, un promontorio de casas blancas, donde destaca una descomunal casa con tejado de pizarra negra. Desaparecen las curvas, desaparece la poca actividad agrícola y ganadera. Saelices, el último pueblo de mi viaje otoñal, la mayoría de sus casas son nuevas, situadas sobre una suave colina.

Pasado el puedo, me sorprende el olor a tierra húmeda, volteada, una parda pero que muy parda sementera, donde las dos lentas yuntas machadianas han sido sustituidas por enormes tractores que asustan cuando los cruzas en la carretera. Llegar a la ciudad por esta carretera en como jugar al escondite, escondida en un hoyo, de vez en cuando aparecen y desaparecen sus torres. Reciben a los viajeros los silos, testigos de un tiempo que se llevó tantas cosas por delante, que justifica la soledad de estas tierras.

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