



Entre los muchos encantos que tiene la ciudad está el poder disfrutar del arte, de su historia en las piedras y a la vez del arte de la naturaleza. Nada más salir por la puerta de Santiago una increíble panorámica inunda tu retina, no dando abasto para poder contemplar tanta belleza natural. Siempre a cualquier hora, o estación, es agradable recorrer subiendo o bajando la cuesta de Santiago, pero tiene un encanto especial al atardecer.
Hemos tenido estos días de carnaval un tiempo que ha hecho honor a febrerillo “el loco”, impropio del invierno en el que estamos, ello nos ha permitido disfrutar de la fiesta y también de unos atardeceres rojos más propios del verano. Como canta Serrat, a tus atardeceres rojos se acostumbraron mis ojos aquellos años que bajaba La Colada para coger el puente de vuelta de clase, camino de la huerta. Todo un espectáculo sin salir de casa, a veces no hace falta recorrer largas distancias para embeberse de belleza.
Es la cuesta de Santiago un camino imprescindible para disfrutar de la ciudad, especialmente al atardecer. Ayer, el sol a esa hora se deslizaba por la ladera del teso de María de la O enfilando su camino hacia Portugal, lentamente en su caída, su luz iba cambiando de tonalidades, coloreando el horizonte. En el lado opuesto, la ciudad estaba radiante, llena de luz, bajo un cielo azul intenso, la sierra dibujaba una perfecta silueta azulada de poligonal caprichosa hasta perderse por el este.
Alcanzado el puente de piedra, el espectáculo a esa hora es completo, combinando río, sierra y ciudad, las cigüeñas llegaban del ajetreado día en busca de materia prima para sus nidos, descansando antes de subirse a su aposento. En ese momento, comenzaron a bajar por la cuesta un sinfín de ambulancias. Impresionaban a pesar de que no llevaban encendidas las sirenas y bajaban tranquilas. Unos turistas pararon a preguntarme si ocurría alguna desgracia.
Entre el puente y los Cañitos, el río muestra una de sus mejores caras para disfrutar de un paseo especial al atardecer. Hasta el río transforma la basura, que le lanzan los vecinos antes de llegar a La Concha, en artísticos fractales. Una vez dentro de la isla, la luz juega con los árboles, el agua, el verde intenso de la hierba y la piedra de la ciudad, una luz que poco a poco lentamente se va apaciguando, a medida que el sol va desapareciendo por la espadaña de la iglesia del Puente. Numerosos patos juguetean en la corriente limpia bajo la pesquera, el cormorán habitual de esta zona vuela paralelo al agua para no gastar energía a lo tonto en un alarde de inteligencia, troncos de fresnos agujereados por los años, dejan jugar la luz, muchas imágenes en un corto recorrido.
Muchas de estas éstas las guardó en su cámara José M. Hernández para compartirlas con la gente, le echaremos de menos por este paraje que tanto le gustaba retratar y charlar con los caminantes. Esa tarde, habría sido difícil hacerlo, el río estaba más solo que la una. Un silencio absoluto invadía su orilla, tan solo roto por la corriente de La Pesquera y la algarabía de las aves antes de buscar su dormidero. Arriba los otros pajarracos se limitaban a dejar estelas de gases contaminantes, que al final del atardecer se tiñeron de violeta.
Al salir de la isla del Picón, el gran charco de la pesquera se ha hecho ahora más visible, al desbrozar la orilla y cortar los árboles enfermos, una pena que hayan desparecido tantos alisos que le daban a la orilla del río un toque bucólico. Al llegar a los Cañitos el sol se colaba definitivamente por el horizonte, incendiándolo de rojo, reflejándose en el agua, dejando a su vez los árboles sin hojas transformados en estatuas un tanto misteriosas.
Es el misterio de la naturaleza, de los impresionantes atardeceres rojos a la orilla del río. Al alcanzar de nuevo la ciudad por la cuesta de las higueras, el cielo se tornaba ya violeta, apareciendo los primeros astros en la lejanía. A la vuelta de la esquina, ya entrada la noche, una marabunta de gente esperaba los últimos toros del carnaval, otra forma de disfrutar.