Atardecer en La Hastiala (Monsagro), en espectáculo de película
Antonio Castaño comparte su comienzo de año con una espectacular ruta por las montañas charras








De un tiempo a esta parte, suelo comenzar el año haciendo una ruta por la sierra, disfrutando un día del contacto con la naturaleza en estado puro. Aprovecho la compañía de Alicia y Olga para subir y recorrer aquellas montañas con mayor complejidad. El jueves pasado, cogimos las mochilas y nuestros bocatas y nos pusimos rumbo a La Hastiala.
A pesar de que, con diferencia, es la subida más complicada de todas las cumbres que hay en nuestro alrededor, el viaje en coche hasta iniciar la ruta es muy cómodo y rápido, disfrutando pronto de un paisaje marcado por los encinares y la sierra al fondo. Cruzamos Tenebrón y Morasverdes, dos pueblos que se apagan lentamente como la mayoría de la comarca, viajes donde viajes. Apenas vimos vecinos, y los que vimos paseaban un montón de años que le habían dejado duras huellas en sus tullidos cuerpos.
Quizás sean las vacas el mejor exponente de la supervivencia de estos pueblos, donde aquella agricultura que tenía sus señas de identidad, especialmente con las patatas, desapareció hace muchos años.
A medida que nos íbamos acercando a La Hastiala, parecía más alta y alejada de la carretera. Dejamos el coche en el Pinalejo, intentando subir siguiendo el curso del regato que baja de la cumbre, según había visto en una ruta, pero a veces la realidad es muy distinta a la teoría, por lo que después de recorrer 500 m y no atisbar mejoría, decidimos utilizar la pista que sube al Copero, menos atractiva pero mucho más segura. A veces vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer.
La subida al Copero es empinada y larga, un poco antipática, haciendo gala de lo que son las pistas, heridas asestadas al paisaje por las máquinas que se han llevado por delante muchos de los encantos de los caminos de cabras que seguramente habría por esta ladera. Nada que ver con la subida desde Monsagro.
Antes de toparnos con el impresionante espectáculo que muestra el gran circo glaciar rodeado de montañas de laderas cubiertas de pedrizas, salpicadas por manchas de brezos y algún que otro roble desnudo ante la intemperie del invierno, nos sorprende una nueva cicatriz en el paisaje, un reciente cortafuegos de anchura bastante generosa que ha arrasado la cima de montículos que van desde la carretera al circo.
Contemplado semejante espectáculo, uno se recupera pronto de la subida, pero hay que echarle valor para seguir adelante hasta llegar a la ansiada cumbre. Soplaba el viento frío del este que se colaba por el lateral menos protegido que da al valle del Agadones, entrando ráfagas heladas por los ventanales naturales que la erosión caprichosa ha ido esculpiendo. Dejamos la torre de vigilancia a nuestras espaldas, única señal de la presencia humana por estos parajes casi vírgenes, a los que llega muy poca gente. A partir de ahí, muchas dudas se nos presentan, pues lo malo de subir a La Hastiala, no es su dureza, sino que aún no haya un sendero bien marcado, y eso que gracias a la labor de los que andamos por estos andurriales, colocando hitos, se va despejando poco a poco la senda a seguir. Una senda donde no faltan las piedras que hay que ir sorteando, saltando y a veces tropezando. Tan solo los efectos de una pequeña fuente han tapizado de vegetación el camino, al mediodía los pequeños charcos estaban cubiertos por carámbano, mostrando gráficamente la dureza climática de estos parajes, en el regreso no quedaba ni rastro del hielo. Muy cerca brezos florecidos.
La fuerza del viento hace estragos en todo lo que pilla, un pino en su locura por defenderse de él hasta había cambiado el sentido de su crecimiento, impresionaba ver a un pino cabizbajo con La Hastiala al fondo. Como dijo el poeta todo pasa, y también nosotros pasamos el camino que nos llevó a las puertas de ese gran cortado, lleno de estrías, especies de arañazos que el glaciar le asestó a la roca. Parecía que llegábamos a las barreras de una gran plaza de toros, cual sería nuestra sorpresa que en lo alto de los tendidos nos recibieron bastantes cabras que hacían sus pinitos entre los cortados más imposibles.
Llegados a ese punto, toca decidir cómo ascender a la cumbre. Varias opciones hay, pero ninguna ofrece mayores garantías que otras, por lo que hay que optar por la que mejor parezca. Nosotros optamos por bordear el gran cortado. ¿Acertamos? Desde la distancia sí, teniendo en cuenta otras ascensiones, pero conllevaba su miga, gateando por un gran canchal que no parecía tener final. El premio, un enorme macho que salió entre los brezos a escasos metros de nosotros, exhibiendo su descomunal cornamenta, estaba claro que habíamos llegado al ruedo.
Hay momentos en la ascensión que sobreviene el bajón debido al cansancio y y especialmente a las enormes ganas de llegar a la cumbre, ocurre cuando esperas que al alcanzar un punto verás la otra ladera, ese gran misterio que siempre me ha atraído para subir cimas, y al llegar no hay nada de nada, solo piedras y más brezos. Pronto nos recuperamos del bajón, estábamos tan cerca que era cuestión de minutos, y así fue cómo al fin divisamos La Peña, la sierra de Béjar, el Rongiero.. y un mar de sierras de golpe, no era la máxima elevación pero era la cima. Un gran abrazo nos pedía nuestra mente.
Aún tuvimos que crestear un rato para alcanzar los 1.735 m, señalizados con un mástil coronado por una paloma de hierro. Una gran idea asociar a esta ave coronando las alturas de una sierra, uno de los mejores espacios que le permiten hacer lo que mejor saben: VOLAR. Muy cerca los buitres nos ofrecían un espectáculo maravilloso. Mucha emoción, mucha adrenalina, muchas miradas alrededor que justifican con creces el esfuerzo realizado hasta llegar allí. Ciudad Rodrigo, a pesar de que el día no estaba muy claro se divisaba al fondo anclado en un valle profundo, donde con la ayuda de los prismáticos, La Moretona se distinguía perfectamente, justo de forma inversa cuando a veces es la Hastiala la que se refleja en su charco. Que el cielo prometía ya advirtió Olga nada más comenzar la salida. A medida que el día avanzaba, el cielo se iba adaptando a la luz, el viento y el frío, dejando cada vez menos huecos para colarse el azul. Desde la cima el cielo infinito sobrevolaba nuestras cabezas, es la ventaja de subir a esta sierra perpendicular a la Sierra de Francia, que permite divisar tanto paisaje con tan solo girar la cabeza.
Mirando de frente, muy a lo lejos la torre de vigilancia, nos recordaba la gran distancia a la que nos encontrábamos y que había que comenzar el descenso antes de que cayese la tarde, cómo las cabras parecían caerse por los canchales. Desde la lejanía el camino ligeramente marcado en la ladera se convirtió en una obsesión para darle alcance, así que enfilamos ladera abajo en diagonal, saltando de piedra en piedra intentando poner en práctica lo que nos habían enseñado las cabras. Bajamos bien y rápido, ya en la parte baja, tropezamos con una barrera de brezos gigantes que nos complicó la existencia. Recordé, que nos pasó lo mismo la primera vez que ascendimos, a veces los humanos tropezamos en la misma piedra.
Una vez en el camino, paso a paso, fuimos devorando la distancia, por un camino ya más familiar. La luz iba apagándose, el sol apenas tenía fuerzas para romper unas nubes grises en el horizonte de la sierra de Gata, empezando el mejor espectáculo del día, ver atardecer por estos parajes, una ilusión muchos años perseguida y al fin conseguida. Nubes bajas, cielo gris, sol amarillo, rojo, todo un espectáculo gratis en un entorno de película. Por cierto que sobre el gran cortado, auténtica pantalla natural cualquier cineasta disfrutaría viendo una película como la que teníamos delante de nuestros ojos.
Al regresar, por la carretera, los últimos rayos del sol pintaban los troncos de los pinos, las ovejas inusualmente blancas parecían iluminarse, regalándonos las últimas escenas de una buena película, siguió la cinta hasta que apareció “The end” justo al despedir el sol en Pedrotoro con un cielo provocador.