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Público en los tendidos de La Glorieta. ARCHIVO
La emoción que llena

La emoción que llena

Artículo de opinión de Javier Lorenzo en el suplemento ‘Toros’ de LA GACETA

Sábado, 8 de mayo 2021, 14:01

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A la fiesta de nuestros días le sobran diestros que toreen bien y le faltan toreros que sepan emocionar. El toreo se alimenta fundamentalmente de eso, de emociones. A partir del riesgo o de la estética. Pero del ruedo tiene que trepar por los tendidos la sensación única e inigualable de que lo que allí ocurren es algo inalcanzable para el resto de los mortales. Y no sucede con la frecuencia que debiera. La mejor sensación para saber la importancia de lo que un torero hace delante de un animal es ver las reacciones del público y la intensidad con la que vive el espectáculo. La emoción la entiende todo el mundo sin la necesidad de explicársela. Sin emoción el toreo se desvanece. Los matices técnicos de lo que es capaz de hacer un torero delante de un toro, tienen su mérito y su importancia, pero se quedan para los profesionales y para los aficionados que gozan de la geometría y la perfección del toreo pero no trasladan la grandeza ni la importancia del espectáculo más allá de la burbuja en la que se ha encerrado el toreo alejándose del mundo en el que vive. Este espectáculo se nutre de eso, del aficionado, y del gran público, que es el que llena las plazas y le da grandeza. El que pone a todos en valor. El torero que más emociona es el torero que más manda. El torero que más emociona es el que más público lleva a la plaza. Y ese es el lastre que tiene hoy el espectáculo, que cualquier torero es perfectamente prescindible, al carecer del gancho del poder popular.

A ello se suma que la gran mayoría, salvo excepciones, ha perdido la novedad hace tiempo. A los empresarios les faltó trabajo e imaginación para crear nuevas combinaciones en las que se encerraron los toreros más poderosos para esconder las vergüenzas que les dejaban al aire las cuentas de las taquillas. Ninguno de los actuales es capaz de llenar una plaza por sí mismo, ni de un pueblo por pequeño que sea ni de una capital por grande que fuera. Y así camina el toreo, con los mismos carteles en los tres últimos lustros antes del coronavirus sin que apenas se haya abierto la puerta a las novedades a las que han ahogado en el olvido, con méritos o no, sin que apenas hayan disfrutado de oportunidades. Eso hizo que el público se haya aburrido del mismo menú feria sí y feria también. Y terminó desertando de las plazas antes del virus. Al toreo le falta garra, competencia, rivalidad y emoción. Al toreo le faltan retos. Al toreo le falta riesgo, y no me refiero al sabido al que se expone quien se pone delante del toro, si no al riesgo de poner en liza su estatus para plantarle cara a quien amenaza con quitarle el cetro. Antes ese era el gran orgullo de las figuras. Por tanto, hoy, al toreo le falta compromiso y el orgullo de sentirse y querer ser el mejor.

Todo eso lo genera el riesgo que se ve, siente y casi se toca. Ahí también radica la emoción. Del toro y la competencia. La emoción que hace pasar las fronteras que no todos son capaces de cruzar. Es la emoción del toreo. Hacer lo que otros no se atreven. La emoción que encandila y llena los cosos. Con una plaza llena no hay que temer al futuro, ni a los antitaurinos ni a los políticos. No hay quien se atreva a meterse, ni a cuestionar nada. Ni a prohibir. La Fiesta sin emoción es su peor enemigo.

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