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Domingo, 12 de marzo 2023, 20:42
Sus manos moldearon la belleza trazando dibujos o moldeando el bronce con maestría, Creo un lenguaje artístico personal con el que expresó a través de su extensa obra la esencia se su propio ser y de su biografía: los toros del Campo Charro, los vaqueros, las figuras religiosas que simbolizaban su fe, la música y la danza de las fiestas tradicionales... Venancio Blanco logró hacer del duro bronce un instrumento expresivo al servicio de sus inquietudes y sus trabajos nos acompañan hoy en las calles de Salamanca y la sala de exposiciones que honra su memoria en Santo Domingo.
Un siglo después de nacer en Matilla de los Caños, sus paisanos le recuerdan con cariño especial. “En el pueblo somos muy conscientes de la influencia que el Campo Charro, la encina, el toro, el caballo tuvieron en su obra y nos llena de orgullo”, señala Pilar Sánchez, teniente del alcalde del municipio. “Él puso a Matilla en un lugar extraordinario y el pueblo siempre se lo reconocerá. Hablaba con mucho cariño de sus orígenes y de cómo éstos le habían influido en su vida como artista y en su obra. Por eso se lo valoramos tanto”.
Venancio Blanco fue el primero de los seis hijos de Magdalena y José, mayoral de las ganaderías de Argimiro Pérez Tabernero. Sin duda los primeros recuerdos de los toros en el campo marcaron su interés iconográfico por el mundo taurino.
Cuando Venancio tenía siete años, la familia [padres y cuatro hijos por entonces] trasladó su residencia a la cercana Robliza de Cojos. Allí Miguel Sánchez, maestro rural, le enseñó a amar el conocimiento y le inculcó el interés por las matemáticas. El niño que un día se convertiría en artista comenzó también a cogerle el gusto al dibujo, y los santos de la iglesia serían las primeras figuras que llevó al papel. Pasaba las horas libres en el taller de su vecino Matías viendo cómo se construía un carro y desentrañando los misterios de la música que tocaba con su armónica el hijo de éste.
Con 14 años, Venancio recibió una beca del Ayuntamiento de Salamanca para cursar estudios, aunque el estallido de la Guerra Civil retrasó dos años el inicio de su formación artística. En la capital, el joven, que fue acogido por un tío suyo, acudía a la Escuela Elemental de Trabajo y por la noche aprendía en la Escuela de Artes y Oficios, que dirigía por entonces el escultor catalán Soriano Montagut y donde tuvo entre sus profesores a Damián Villar. Allí se adentró en la búsqueda de la belleza aprendiendo técnicas de escultura y dibujo. Una de sus primeras obras fue una imagen de Santa Lucía hecha en madera.
Su participación en una exposición de artes plásticas en 1941 le reportó el primer premio de su trayectoria: un viaje de estudios a Italia. El acontecimiento desencadenó un debate familiar sobre la conveniencia de la aventura en plena Guerra Mundial, pero finalmente Venancio descubriría Roma con apenas 18 años . Nápoles era atacada entonces por intensos bombardeos, pero Venancio y sus compañeros visitaron Perugia, San Gimignano, Florencia, Milán, Venecia, Génova y otra vez Roma. Y admirando tanto arte, el joven salmantino se trajo de aquella experiencia varias conclusiones: su pasión por el arte clásico y que el dibujo sería su vida.
Cuatro años llevaba Venancio Blanco formándose en Salamanca cuando un día el joven artista expresó a su padre su deseo de continuar sus estudios en Madrid. Eran palabras mayores: “Hijo mío, no me voy a oponer. La vida en el campo es dura, pero yo solo te puedo dar la libertad”. Las palabras de su progenitor, que se convertirían en el primer aliento decisivo para la carrera del artista, eran recordadas muchos años después por Francisco Blanco, hijo de Venancio y actual presidente de la Fundación Venancio Blanco.
Con la ayuda de una beca de la Diputación, el joven ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, donde permaneció de 1943 a 1948. En Madrid, Venancio Blanco encontró el lugar en el mundo donde se encontraba a gusto y ya nunca se plantearía volver a Salamanca, aunque siempre llevó a su tierra en el corazón. “La manera de no dejar de ser salmantino es no incordiar en Salamanca y cuando vas, llevarle algo”, confesaba en una entrevista en 2005.
Venancio y su hermano Juan se instalaron en un tercer piso de la calle Serrano, donde tenían también su taller. Eran tiempos duros y comer cada día era una aventura para aquellos dos jóvenes salmantinos. Un día se presentó con dos esculturas pequeñas en una de las mejores tiendas de decoración de Madrid con la intención de venderlas, y de allí se llevaría su primera lección fuera de la escuela, según reveló años después. “Podría haberlas vendido en un regateo, para haber podido comer un día, pero no pensé en el hambre, ni siquiera cuando dije que no, que por aquel precio no podía venderlas. Me dijeron: “estas cosas no, pero mire, yo preferiría que me hiciera usted frivolidades”. Venancio se quedó con aquellas piezas.
Aquel traspié le enseñó que para poder ser escultor “habría que pasar por otras cosas”. Y esa travesía del desierto duró nada menos que once años en los que sobrevivió con otras actividades en el ámbito de la decoración. En ese tiempo, los hermanos Blanco aceptaron una oferta del pintor Manolo Mampaso y trasladaron su taller a un estudio en la calle María de Molina.
María del Pilar Quintana, una chica de familia cordobesa, le robó el corazón en esos años y la pareja se casó en 1957. Tendrían un único hijo, Francisco. Poco después, en 1959, el ofrecimiento por parte de unos amigos de presentar su obra en una exposición en el Ateneo reactivó al Venancio artista. Pero no había obra que exponer. Así que el salmantino superó la falta de recursos con una idea brillante: hacerse con un saco de cemento por apenas cinco duros, algo de arena y retomar las ideas que le bullían once años antes.
La muestra en el Ateneo de Madrid fue un éxito y consiguió el Premio de la Crítica a la mejor exposición del curso 1958-1959. A sugerencia de Pilar, Venancio se animó a pedir una de las becas de la Fundación Juan March con la intención de aprender a fundir en bronce en Roma. Y allí se fue la pareja cuando ya asomaban los felices 60. Se instalaron en la Academia Española de Bellas Artes, desde donde estableció contactos, ganó destreza con cinceles, espátulas y escofinas y entre pequeños trabajos realizó sus primeras esculturas en bronce. En diciembre de 1959 nacía su hijo Paco en Madrid.
A su regreso a Madrid, el taller de escultura en madera de María de Molina dejó paso al yeso, el bronce y los humos de un horno donde trabajaba con su hermano Juan. La primera figura en cera, los moldes, el calor que derrite la cera –que el escultor siempre recordó como ‘un olor a rosquillas’– a la temperatura perfecta, la fundición del bronce en un crisol y su introducción por los bebederos del molde para formar la escultura... Primero con pasos dubitativos y unas cuantas imperfecciones; más adelante, con más seguridad y dominio.
Con las primeras obras ‘verticales’, Venancio Blanco inició lo que llamaría su “período gótico”: “Anunciación”, “Adán y Eva”, “San Pedro de Alcántara”, hoy en la Fundación Rodriguez Acosta de Granada... Y su talento respaldado por su hermano pronto le reportó los reconocimientos: el Premio Nacional de Escultura (1959) con su “Maternidad”, la Primera Medalla de Escultura de la Exposición Nacional de Bellas Artes (1962) con “Torero”, hoy en el Museo Reina Sofía, el Gran Premio de Escultura en la V Bienal de de Arte de Alejandría (Egipto), la Medalla de Oro en la IV Bienal de Arte Sacro de Salzburgo...
A aquel taller de María de Molina se remontan los primeros recuerdos infantiles de su hijo Francisco. “Era un taller y un laboratorio de experimentos. Eran dos hermanos con personalidades diferentes, pero tan unidos, tan compenetrados, que se entendían simplemente con un gesto”. Francisco pasaba los ratos absorto viendo dibujar a su padre, modelar sus ceras y sus escayolas o repasando una pieza, “dándole sus últimos mimos, como solía decir”. “Era feliz en su taller, entre el bronce y la escayola, las escofinas y los lápices de dibujo. Mi madre protestaba de vez en cuando porque trabajaba demasiado. No le faltaba razón”.
Ahí estaba Pilar, la gran mujer detrás del gran hombre. “Fuera del taller no sé qué habría hecho sin mi madre”, cuenta Francisco. Ella le ponía los pies en la tierra... Le admiraba como artista y como persona. pero al mismo tiempo era muy crítica y sincera”.
La temática taurina y la religiosa ya centraban los intereses creativos de Venancio Blanco. En el primer caso, prescindiendo del detalle y a través de la economía de la materia transitó por caminos cercanos a la abstracción. En el segundo, mostrando sus preocupaciones estéticas y espirituales de una religión renovada, con ecos a la imaginería tradicional. Por su taller pasarían muchos amigos escultores, y con algunos de ellos integró Venancio el grupo de los Seis Escultores. Desde los 70 impartió clases en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, en Salamanca y en Priego de Córdoba, y en 1975 fue nombrado Académico de Número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Entre exposiciones internacionales y reconocimientos, Venancio Blanco consolidó su nombre como uno de los grandes de la escultura en España. Y su mirada clara reflejada en duro bronce vive hoy en museos de todo el mundo, desde los Museos Vaticanos, El Cairo, Amberes, a la Catedral de la Almudena y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y el Museo Religioso de Mapfre en El Plantío. Pero también en las calles de Salamanca, con obras como “El Vaquero Charro” de la plaza de España y el homenaje a Gombau “Alegoría de la Música” , en la plaza de San Julián.
Tras protagonizar una exposición antológica en el palacio Velázquez del Retiro, Venancio Blanco asumió en 1981 la dirección de la Academia Española de Bellas Artes en Roma. Tras el fallecimiento de su hermano Juan en 1988, Venancio no dejó de trabajar y de crear. El nuevo siglo le trajo grandes reconocimientos de sus paisanos, como el Premio de las Artes de Castilla y León en 2001 y la Medalla de Oro de la provincia de Salamanca 2009. La salud, aunque con el corazón delicado, le permitió hasta los 95 años disfrutar de la belleza .
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