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Imagen de Jesús en su taller en el que trabaja el cuero.
Las manos que doman el cuero en Salamanca

Las manos que doman el cuero en Salamanca

El arte de domar el cuero y adornarlo con filigranas a partir de manos prodigiosas. Zahones, fundones, esportones, botos, zapatos... Trabajo a mano, muchas horas, miles de puntadas y golpes de maza en un oficio, el de guarnicionero, que vive con la ansiedad y la nostalgia de un futuro incierto

Martes, 21 de julio 2020, 21:29

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Las manos de Jesús custodian los miedos del torero con mil y una puntada a cuestas, para coser y labrar la filigrana de zahones, esportones, fundones o cajas de montera; zapatos, botines o botos camperos. Útiles para el toreo y el campo. Todo es artesanía pura. El arte de labrar el cuero. Las manos prodigiosas que lo doman. El trabajo del guarnicionero. Oficio que no se enseña en colegios ni facultades y se transmiten a través de las generaciones. Oficio en peligro de extinción. Trabajo romántico. A mano. Arte. De las manos del guarnicionero salen auténticas obras de arte.

En el taller de Jesús apenas tiene cabida la maquinaria. En poco más de treinta metros cuadrados se amontonan y apilan pieles ya curtidas de becerros y mil y un aparejos para trabajarlos. Apenas tienen cabida cinco viejas máquinas de coser, con más de un siglo de vida que, sin embargo, tienen una función menor. Allí se trabaja a mano. Puntada a puntada. En las más de cuatro décadas que lleva de fiel matrimonio con el cuero habrá dado millones de puntadas, que hoy se tornan en nostalgia. “Nunca me ha dado por contarlas”, espeta con una tímida ironía un hombre de pocas palabras, que explica su oficio con sencillez. Lo parece, solo hay que seguir los patrones, troquelar, cortar, pegar y coser, pero no está a la altura de cualquiera. Lo sencillo nunca es fácil. Jesús, el fiel guarnicionero, está en ello y quiere continuar; pero también puede convertirse en otra víctima de este coronavirus que nos asola: “Antes ya estaba complicado, esto ha sido la puntilla. No se qué va a pasar...”, suspira. Lo que pasa es que no hay toros, los toreros no torean y tampoco compran. Y el guarnicionero, uno de los pocos que quedan, deja de vender. De ese pequeño taller en el centro de la ciudad salían botos, zapatos, zahones, fundones, esportones... con destino a las principales sastrerías de toreros de toda España. Hoy están cerradas. “Lo último que he hecho ha sido unos botos para El Capea”, confiesa Jesús, mientras agujerea el cuero con una lezna, por el que mete la poderosa aguja ya hilvanada para rematar un fundón, donde los toreros guardan las espadas. Ya lo tiene casi listo. Estaba destinado como premio para uno de los triunfadores del certamen de novilleros que cada año, en septiembre, pone en liza la Diputación. Este año está en el aire. Si no hay concurso, no hay triunfador... Y el fundón se quedará sin dueño. Es una cadena de damnificados. Nadie se libra. El guarnicionero sigue el trayecto de la aguja y apenas levanta la mirada, lo hace con una mezcla de timidez y resignación para seguir conversando mientras se afana en su labor diaria. No deja de trabajar. No quiere dar la última puntada, ni dejar de moldear y adornar el cuero. Ponce, Javier Conde... la mayoría de los toreros de Salamanca, ganaderos del Campo Charro pasan por su taller para ponerse en sus manos. Jesús le hacía todo al llorado Iván Fandiño. De sus manos salieron sus botos, botines, zahones, tirantes... Y allí, en documentos manuales, se recogen las medidas y patrones de grandes toreros.

MÁS DE 40 AÑOS. Las cuatro paredes las iluminan dos viejos fluorescentes pegados al techo, de ahí caen también dos asoleradas bombillas cubiertas de polvo. Bajo ellas nacen sus obras de arte, de un puzzle de retales de cueros acumulados en el desorden ordenado de las estanterías. Los muestra orgulloso como piezas codiciadas. A ellos ha entregado y dedicado su vida. Lleva más de 40 años en el oficio. Tiene 57 y empezó con 14 de aprendiz. Cuando su jefe se jubiló, hace ya más de dos décadas, se puso por su cuenta. El espejo opaco de la puerta que da paso al taller refleja una marabunta de pieles curtidas y limpias, pero muertas, que le llegan de Villarramiel (Palencia), y que caen en sus manos a la espera de que les de vida a través de sus hormas y patrones, de sus tijeras, leznas, sacabocados, cuchillas, tenazas, hierros, mazas, broches, reglas, agujas... Y, sobre todo, de sus prodigiosas manos. Cada cosa está en su sitio. El habitáculo no da para más. Sobre una mesa alta aporrea la maza en los hierros que clavan, dibujan y rasgan con limpieza la pieza de cuero sobre la que trabaja haciendo con precisión el dibujo en pequeñas oquedades. Cada golpe es una forma que da paso al conjunto de la filigrana. Cada retal, puro ingenio. Jesús está trabajando sobre unos zahones, que es su obra estrella. Se trata de una prenda campera de cuero que se lleva sobre los pantalones para resguardarlos, con las perneras abiertas y atadas por detrás de los muslos y abrochado a la cintura. En la actualidad lo utilizan los caballistas en tareas camperas y algunos toreros en las tientas, en su primitivo uso lo llevaban los hombres de campo y cazadores para protegerse. Primero dobla la pieza en dos y de ahí saca el cuerpo entero, con la figura de las dos piernas. Esa parte, en una sola pieza, ya cortada, cuelga del gancho de unas de las paredes, a la espera de que lo casen con el resto de piezas que, adornadas con dibujos troquelados, le darán categoría. Sobre ella irán superpuestas, cortadas con sus formas definitivas, moldeadas y cosidas a mano otras piezas. Éstas salen a partir de unos patrones de cartón que tiene diseñados desde hace más de un cuarto de siglo. Son originales, diseños propios. Los patrones los coloca sobre el trozo de cuero, los rocía con polvo de talco y así marca en el cuero las formas y dibujos elegidos. Retira el patrón y repasa las líneas con un lapicero para que no se borren cuando trabaja sobre ellos. A partir de ahí, los corta y troquela hasta darle la forma definitiva. Una vez conseguida esa pieza, por la parte interna le cose a máquina una badana de color más claro (cuero de oveja también curtido que le suministran desde Elda, Alicante) y sirve para resaltar los adornos. Con esas dos piezas unidas las cose a mano definitivamente al cuerpo del zahón.

A unos zahones, un experto guarnicionero le dedica unas 35 horas de trabajo. Más emplea en los esportones, entre 40 y 50 horas. “Son muchas puntadas las que lleva, todo va a mano, no es como el zahón que lleva parte a máquina. Pero aquí la máquina que más trabaja son mis manos, casi van solas. Ya saben el oficio”, puntualiza con una media sonrisa en la boca. Mientras, sentado en un viejo tajo, sostiene sobre las piernas aquel fundón sobre el que suma una puntada tras otra. Cientos, miles...

Esa labor artesanal se repite con todas sus obras. De lo alto de una pared cuelgan atadas decenas de pares de hormas de zapatos. Cada uno con su número y forma, más anchas o más estrechas. Esas piezas tienen más de cien años. Son reliquias. “Ahora las que se fabrican son de plástico, estas son de manera maciza. Me llegaron a través de viejos zapateros de aquí, que se fueron jubilando. Venían y me las daban. En Salamanca ha habido muy buenos zapateros”, apostilla con el orgullo de su oficio; aunque él no se reconoce como tal: “De zapatero solo lo que me digan”, aunque haga con maestría zapatos de campo y botos camperos. Todo a mano, todo a medida. Le han llevado un par de botos descosidos para que los arregle. Y allí se afana antes de mostrar el proceso artesano del boto. Coloca la piel sobre el molde y una plantilla de cuero. Con la tenaza lo va estirando y clava puntas para sostenerlo. Poco a poco lo moldea y une mientras coge la forma y, una vez que ya está se cose a mano a la vez que va retirando las puntas. Luego ya le hace el tacón, que va en función, con más o menos altura, de la horma del pie. Cada uno es una obra de arte. Obras que casi duran toda una vida. “Esa es nuestra ruina... que duran tanto. Pero si los hago mal, no me compran”, comenta con ironía y no poca razón. “Hubo un tiempo en el que los botos se pusieron de moda entre los jóvenes, no solo los toreros, sino como un calzado más de vestir y salir de fiesta. Los que acababa, los escondía, porque me los quitaban de las manos. No daba hechos botos... Te hablo de hace veinte años”.

En la guarnicionería de Jesús, todo es arte a partir de la piel de ternera o de becerro de uno o dos años transformada en cuero. No todo es lo mismo. Para esportones y fundones usa lo que llama ‘sillero’, una piel sin grasa. Tenían buena y bien ganada fama para los botos la de los becerros nonatos, los que no llegaban a nacer. Y Jesús lo ratifica: “Son pieles que están vírgenes, no están machacadas. Las vacas, los becerros, se rascan en alambres, árboles y se hacen cicatrices que luego salen en las pieles, en el caso del nonato está impecable. Es una piel mucho más fina. Yo no he vuelto a verlas”, confiesa. De la piel de un becerro de dos años se ve apurado para sacar el cuerpo, los adornos y todas las piezas que lleva un zahón, de esa misma puede llegar a sacar tres pares de botos.

Y así va cuadrando sus patrones y hormas con los cueros curtidos que llegan a sus manos. Y así vive creando arte. Moldeando el cuero y mirando el futuro con escepticismo. Con miedo y a la vez con nostalgia, aferrándose a que no llegue la hora de la última puntada y la última piel por troquelar. No tiene ningún aprendiz a su cargo. Sabe que con él se cerrará el taller para siempre.

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