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José García González calienta un hierro en la fragua de su taller. FOTOS: ALMEIDA
La tradición a hierro y fuego de una de las últimas fraguas de Salamanca

La tradición a hierro y fuego de una de las últimas fraguas de Salamanca

En una esquina del taller aguarda una fragua que echa humo mientras se acuestan en sus brasas las barras de hierro que se amansan sin fundirse. Allí pierden su fortaleza para convertirse en las más inesperadas formas. Esta, la del herrero de Cabrillas, es una de las pocas fraguas que todavía prenden en pleno corazón del Campo Charro y dan vida a un oficio casi en extinción.

Lunes, 28 de septiembre 2020, 20:21

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Crepitaba la cepa de brezo hecha carbón antes de que se rindiera el hierro. Mientras, en la calle, llueve con fuerza. Son las primeras lluvias del otoño. Las que alivian y hacen brotar la sonrisa a la gente del campo. Con la humedad contrasta la humareda que sale de la fragua, como si de una locomotora se tratase.

El vigor del calor ablanda el metal, antes de que José, uno de los últimos románticos del oficio, le dé forma. “Estas son mis dos estilográficas”, comenta con sorna quien lleva más de cuarenta años de hierro a sus espaldas y aparece con una marra en cada mano, la más grande supera los diez kilos, la pequeña no llegará a la mitad. Las dos las maneja con la misma destreza. Cada una le inyecta al hierro la fuerza precisa para alcanzar la filigrana deseada. De la fragua ha salido una barra de hierro incandescente, como si vistiera de repente una ‘camisa’ anaranjada que parece incluso latir. José García González (Cabrillas, 1959) la coloca en el cuerpo central de una bigornia asentada sobre un gigante tronco de encina, casi centenario. Es la pequeña mesa de despacho. Sobre ella escribe su vida el herrero a base de golpes. Allí forja los metales. En el cuerpo central la bigornia tiene una parte superior de acero templado que soporta bien los impactos de la herramienta con la que doblega. Se distingue del yunque porque cada extremo es distinto: uno es cónico y se usa para doblar los metales en formas circulares; el otro es piramidal y se emplea para lograr ángulos de distintos grados. “Eso que parece fácil, cuesta trabajo. Los primeros días no se hace...”, dice sin terminar la frase sabedor de que su trabajo no está alcance de cualquiera. José le saca partido con maestría a cada una de esas tres partes para obtener el modelado de la pieza que busca. En este caso el número “2” de un juego para marcar las reses bravas de una ganadería. Es una de sus especialidades, los hierros con los que cada ganadero marca sus reses. Los números, si acaso con pequeñas variaciones de tamaño, son todos iguales, sin embargo la marca de la casa ganadera es exclusiva y él la borda a partir de una pletina. Podría creerse que es eterno pero no es así: “Suelen durar ocho o diez años”, explica José: “Ahora con los calentadores de butano se desgastan mucho, se quedan muy finos y cortan la piel del animal en vez de marcarlo a fuego sin apenas dañarlo”.

Juan Antonio González soldando y protegiéndose de las chispas.
Juan Antonio González soldando y protegiéndose de las chispas.

“Antiguamente, en tiempos de la sementera, me tiraba semanas enteras en la fragua sin hacer otra cosa que sacar y meter hierros continuamente”, relata el veterano herrero con voz de añoranza de cuando aguzaba formones, enderezaba las ballestas o los picos del tractor que se usan para coger los paquetes. “Ahora eso también escasea, las nuevas vertederas llevan una punteras que cuando se gastan, se tiran y se ponen nuevas”. Es otra de sus funciones, aunque realmente arregla todo lo que cae en sus manos. El martes mismo le llamaron de urgencia para arreglar una puerta de los chiqueros de Agustínez, donde las reses de Castillejo de Huebra. Su especialidad está en el hierro que rodea el toro bravo. Las marcas para herrar, los calentadores que hoy se usan para estas faenas (en los que la bombona de butano prende y mantiene el fuego que sustituye al de la lumbre de antaño): “Aquellas guardaban más el calor”, advierte. A mano, como todo en su taller, le da forma a las jaulas en las que se inmovilizan los becerros en el herradero. Y sus muecos que ya están por toda España, Francia y Portugal.

Fila de los hierros de ganaderías de bravo que José forja de manera artesanal.
Fila de los hierros de ganaderías de bravo que José forja de manera artesanal.

“El secreto del mueco está en las horas de trabajo que hemos dedicado y las de sueño que me ha quitado”, dice con una sonrisa de complicidad. ¿Y la clave para hacerlo? “Calma y paciencia. Y mucha maña. La práctica lo hace todo. Se van los días y parece que no avanzas”, responde José en referencia a las piezas que, poco a poco va forjando, para después unir y soldar hasta lograr la obra. Ahora y, desde hace ya casi un cuarto de siglo, de sus manos salen los mejores muecos que se usan en las fincas. Así se llama en Salamanca a los lugares en los que se inmoviliza al toro para curarle de cornadas, lesiones en los ojos, cortarle las pezuñas, colocarle las fundas en los pitones... Una gran estructura (de dos metros de alto, uno y pico de ancho y casi tres de largo) para la que se emplean casi dos toneladas de hierro y que pesa, una vez finalizado, más de 1.600 kilos. Les lleva un mes de trabajo a dos personas. Toda la obra es artesanal. Las estructuras y mecanismos salen de sus manos. Su secreto lo esconde en unos viejos patrones, que desempolva de una vieja carpeta que abre para mostrarnos orgulloso. Están en perfecto estado. Son reliquias en tiempos del 2.0. Allí están con todos los detalles, medidas, materiales, puertas, tuercas... “Medidas para trabajar a gusto”, reza una de las cabeceras de las hojas. Arrancó de la mano de Javier Sánchez Arjona con un patrón que trajo de Colombia, de César Rincón, hace más de una veintena de años. El primero que hizo fue para Fernando Madrazo, de Campocerrado: “A partir de ahí fueron Moisés y Lorenzo Fraile los que más me ayudaron para rediseñarlo y adecuarlo a las necesidades que surgían y llegar al actual que es más útil para trabajar con más facilidad y eficacia”. El último se lo han hecho para Nicolás Fraile, de Tellosancho. Entre uno y otro lleva ya casi un ciento desde que empezara esa aventura a finales de los 90. Ya son diseño propio. Están en ganaderías como El Puerto, El Pilar, Esteban Isidro, Juan Luis Fraile, Castillejo de Huebra, Garcigrande, Charro de Llen, Pedrés, Herederos de Ángel Sánchez, Pedraza de Yeltes, Valdefresno, Valdellán, Adolfo Martín, Dolores Aguirre, Alcurrucén, Baltasar Ibán, Las Ramblas, Benítez Cubero, Prieto de la Cal, Rivera Ordóñez... en cosos como Arles (Francia), Teruel, Murcia, Málaga o Las Ventas, además de las lusas de Urros o Nave de Haver. De Cabrillas al mundo. Un pueblo de herreros. Hubo un momento en el que llegó a haber hasta cuatro talleres diferentes trabajando al mismo tiempo.

Padre e hijo con una de las máquinas artesanales que usa para doblar los hierros.
Padre e hijo con una de las máquinas artesanales que usa para doblar los hierros.

LA VIDA EN EL TALLER

Es media tarde y no hay un alma por la calle. Se adueña el silencio de esta España vaciada que duele. Esa España que han descuidado y olvidado, que nos queda y terminaremos añorando. La ansiada lluvia sigue cayendo con intermitencia. La vida en el taller parece ajena a todo y eso que la inmensa doble hoja de un gran portón la abre a un mundo de paz y tranquilidad. Están trabajando en una gran manga de saneamiento para ganado manso. Nada más entrar a la izquierda hay dos máquinas artesanales que hace más de treinta años ideó el propio herrero, y fabricó con sus propias manos, para cortar y moldear el hierro. Funcionan a la perfección. También un taladro gigante, un torno... todas se sitúan bajo un altillo que acogerá más secretos. Al fondo, la zona del aluminio, con unos marcos gigantes a la espera de que le metan mano sobre una inmensa mesa, como la que está en la parte derecha del taller llena de herramienta: varias radiales, discos, máscaras para protegerse de las chispas que se disparan en cada poderosa fricción. En todas las paredes se apilan los hierros, con un desordenado orden. En la esquina, la fragua que alivia una poderosa chimenea. Y casi todas esas paredes están cubiertas de herramientas. Todo tiene su sitio, hasta el gato de la casa, de pelo cárdeno, como el hierro en calma, que no desentona de la ceniza que brota de la fragua.

José, con 61 años a su espalda y con toda una vida dedicada al hierro, y su hijo Juan Antonio, con menos de la mitad y esa misma vida por delante, sin una voz más alta que la otra, se manejan como pez en el agua. Tiene solución para todo. José empezó en el oficio como herrero con 17 años, una década después abrió el taller en el que hoy sigue... “Sin hierro no soy nadie. Es lo que he hecho toda la vida”, sostiene con la mirada perdida en el amasijo férreo que hay en cada rincón de su taller. “Si tuviera todos los kilos de hierro que he gastado en mi vida, y lo vendiéramos, ya me jubilaba...” puntualiza con una sonrisa, que se pierde a la hora de hablar del futuro: “Ahora hay trabajo, aunque el virus nos lo ha frenado todo; yo tenía varios encargos de jaulas y muecos que me han cancelado ante la falta de actividad... No va a ser fácil para las nuevas generaciones. Esto o te gusta o no te gusta”, matiza antes de desvelar sus satisfacciones: “Llegan cuando acabas una obra y ves el resultado. Esa satisfacción es importante. Y gusta”.

n hierro incandescente recién salido de la fragua con la punta de lanza recién hecha con los golpes de la marra.
n hierro incandescente recién salido de la fragua con la punta de lanza recién hecha con los golpes de la marra.

EL HIERRO ROMPE EL SILENCIO

Los golpes de la marra vuelven a acaparar el sonido ambiente y rompe ese silencio que solo valora la gente que saborea un pueblo. Se quiebra por el trajín de las herramientas que le dan vida al hierro. Cualquier movimiento provoca un estruendo. El poder del peso, la carga de su alma. El ruido del corte de la radial se impone. Corta y saca brillo, lo deja pulido. El zumbido de la máquina de soldar es particular y más tímido. El humo que denota la salud de la fragua se funde esta vez con el que sale, una vez forjado, cuando introduce el hierro en un recipiente de aceite para templarlo. Antes, en ese trabajo del misterioso martilleo contra la bigornia, no hay diseño que se le resista. El brazo poderoso de José para mover la marra hizo el resto. Miles de hierros han pasado por sus manos. Cada golpe tiene su esencia, aunque todos parezcan iguales. Cada uno tiene su sitio y su intensidad. Media docena son suficientes para lograr una punta de lanza que parece no tener ningún misterio pero que se consigue con el acierto que da la veteranía de quien ya peina el pelo blanco de la experiencia que asoma tímidamente tras la gorra de las mil batallas. La batalla del hierro, con el que José lleva lidiando una vida que otea la jubilación. Tiene 61. Ve el final pero, seguro, y sin decirlo, no quiere verlo. Puede que sea la penúltima generación de herreros. Uno de sus tres hijos, sin llegar a la treintena, trabaja con él codo a codo. Y está orgulloso de ello, sin decirlo. Se le nota en la mirada y en los ojos vidriosos cuando le pregunto si le gustaría que fuera él quien le diera continuidad al oficio. Y más si su retoño siguiera abriendo las enormes puertas del taller en este futuro incierto que nos inquieta: “Claro que me gustaría pero eso es cosa suya”. Los puntos suspensivos se tiñen de melancolía. Cambia de tema y busca otra conversación.

Juan Antonio corta una plancha de metal en la máquina creada y montada por su padre, hace más de treinta años y que siguen utilizando a día de hoy en el taller.
Juan Antonio corta una plancha de metal en la máquina creada y montada por su padre, hace más de treinta años y que siguen utilizando a día de hoy en el taller.

El taller es su vida, donde vive y donde toma vida. Como lo hace el hierro cuando entra en esa fragua que llegó con él cuando, ya en solitario, abrió su herrería hace 34 años. Su hijo aún no había nacido. Allí se llevó entonces esa pila de agua que descansa a los pies de la fragua y donde entonces enfriaba los hierros. Era del abuelo de José, lleva su nombre y una retahíla de números romanos. 1959. El año en el que él nació. No sabía entonces que iba a ser herrero. Y menos aún que fuera a convertirse en uno de los últimos maestros que le dan vida al hierro. Cuando los pueblos agonizan, como muchas de las profesiones que un día no volverán.

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