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Y al otro lado, Portugal

Martes, 1 de junio 2021, 05:00

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Como buena expatriada que soy, sostengo que mi ciudad es la más bonita de España y que la provincia no le anda a la zaga. Incluso prescindiendo de esta pasión ciega ahora acrecentada con la pandemia, Salamanca tiene toda la belleza labrada en piedra que puede desear una ciudad y todo lo que la madre naturaleza le ha podido regalar en su entorno. Si tengo que ponerle una pega a mi tierra, solo encuentro una: no tiene mar, y de eso le podemos echar la culpa a Portugal, que lo tenemos los peninsulares ahí pegado en una frontera de 1.214 kilómetros, la más larga entre dos países de la Unión Europea.

Esta raya que nos separa es en muchos de sus lugares un paraje magnífico; es a veces erial pero tantas veces río (Miño, Duero, Guadiana); es muchas veces lugar de paso y a veces impedimento, es el recuerdo del café de estraperlo y la actualidad de los emigrantes escondidos en los camiones con doble fondo y es lo que nos dice José Saramago que no debiera ser: “Las rayas trazadas en el suelo no deben convertirse en territorios hostiles” (“La balsa de piedra” 1986). La Raya, o “Raia” que dicen del otro lado, ha sido la excusa durante siglos para librar batallas que no se terminaron hasta la firma del Tratado de Badajoz en 1801; o para vivir de espaldas a un país que nos llama “irmão” y nos acoge generalmente con los brazos abiertos y la eterna amabilidad de sus gentes: les reto a que busquen entre sus recuerdos algún momento en el que hayan sufrido un trato descortés o impertinente por parte de algún ciudadano portugués, que ya es difícil.

Si superásemos esa “raia” y la tentación permanente que tenemos los españoles de mirar a Portugal por encima del hombro, veríamos el mar, que está solo a 300 kilómetros en línea recta; y veríamos un aeropuerto internacional como el de Oporto, solo a una hora más que el de Madrid; como veríamos trenes provenientes de varios lugares de la Península haciendo parada en Salamanca (como el que nos acaban de suprimir) y llegando a Lisboa en pocas horas. Si fuéramos de verdad ese país “irmão” y no hermanastro, por nuestra propia conveniencia buscaríamos conectar nuestras autovías, multiplicar las conexiones de redes y hacer navegables nuestros ríos comunes para algo más que para cruceros de placer y motos acuáticas cargadas de droga. De todo ello, no habría más que beneficios para unos y otros y España dejaría de ser para ellos ese lugar del que no viene “ni bom vento ni bom casamento”. Y con las mismas, dejaríamos nosotros de contemplarles como ese brazo de tierra que nos quita la salida al mar.

Desde hace muchos años padezco de lusofilia aguda, porque de un país donde el café es cultura, los flanes insuperables y la poesía y la canción se intercambian, no puede venir nada malo. Hablar su lengua y disfrutar leyéndola, no hizo más que acrecentar mi afición y mi apego a la tierra lusitana y aquí, en la lejanía de Bruselas y para mi mayor dicha, he encontrado buenos amigos portugueses a los que me arrimo sin medida porque es como arrimarse a una comunidad de vecinos de las buenas, que son muy pocas; de esas donde los vecinos saludan y son amigos en vez de unos pelmas con los que evitas coincidir en el ascensor.

Paso mis veranos al lado de la Raya, allí donde esta se convierte en río caudaloso entremezclado con marisma, y hay muchas tardes en las que, cansada del griterío español en las playas, de los decibelios incontrolados de los altavoces adolescentes y de pisar bolsas de patatas fritas que la gente no se molesta en tirar a las papeleras, cruzo la frontera y tengo la sensación de que alguien apagó la radio y se llevó el mando del volumen a la vez que le pasó la escoba a la playa, que está siempre como recién puesta.

Pensándolo bien, Salamanca es, más que perfecta, pluscuamperfecta, porque no tiene mar, pero tiene Portugal al ladito. Suerte esta que no tienen otros peninsulares ¿no creen ustedes? Si hiciéramos de la suerte oportunidad, ya sería el colmo.

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