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Votar para presidente de tu gobierno a un imbécil (“Tonto o falto de inteligencia”, RAE) no sale gratis. Con el ascenso de los nuevos populismos de aroma comunista o fascista, el votante terráqueo medio ha perdido el respeto por la cualificación de los dirigentes y ha acabado votando al más guapo, al más histriónico, al más simpático, al más gracioso... y muchas veces al más imbécil.

Cuando las cosas vienen rodadas y soplan a favor los vientos de la historia, la broma de colocar a los mandos de la nave patria a un indocumentado o un insensato puede tener su gracia. La mayoría de las veces ni siquiera un estúpido consumado consigue hundir un país en cuatro años de mandato. Se limitan a provocar graves daños, a frenar el desarrollo económico y a roer los fundamentos de la democracia con sus sandeces. La nación sufre daños de importancia, pero siempre llega después un presidente con el mínimo sentido común y recompone los desperfectos.

Pero, ay, cuando vienen mal dadas, cuando se envenenan los vientos de la historia y pillan a tu país con un imbécil al timón, entonces te acuerdas mil veces del cuando le votaste con alegre inconsciencia y maldices el espíritu gamberro que te llevó a despreciar el peligro.

Es lo que le está ocurriendo a millones de terráqueos tras la llegada del coronavirus a sus vidas (o a sus muertes). Ahora se están dando cuenta en Estados Unidos, por ejemplo, de que sentar en la Casa Blanca a un tipo sin preparación, un bufón temerario como Donald Trump, no sale gratis. Las bravatas y las idioteces que lanzó el del tupé sobre la pandemia, incluida la recomendación de inyectarse lejía en vena, y su negativa a reaccionar ante la expansión del virus, han contribuido a colocar a los USA como líderes en números absolutos de muertos y contagiados, y todavía les queda por sufrir lo peor. Algo parecido cabría decir de los flemáticos británicos, tan fríos ellos según el cliché, que votaron con entusiasmo al histriónico Boris Johnson y el tipo apostó por la inmunización masiva, llevando a las islas al punto de superar a España en número de muertos (ya llevan más de 31.000).

Aquí, en este soleado paraíso del sur de Europa, los españoles decidimos en mala hora confiar nuestro Gobierno a un arribista, un ambicioso ignorante que no había gestionado ni la comunidad de vecinos de su portal, un tipo sin escrúpulos, alto, guapete y dispuesto a halagar los oídos de los votantes con toda suerte de promesas imposibles de cumplir. En tiempos de recuperación económica, como los que disfrutábamos hasta hace bien poco, hubiera sido tan solo una desgracia para España aguantar cuatro años la presidencia de Sánchez. Pero en medio de la mayor crisis que se recuerda desde hace al menos ochenta años, es una auténtica tragedia.

Podemos pegarnos con la cabeza contra la pared por los maléficos caprichos del destino que han querido ponernos a prueba con semejante garrulo en La Moncloa, pero lo cierto es que los hados han puesto nuestras vidas en sus manos. De momento somos líderes mundiales en contagiados por millón de habitantes, fallecidos por millón de habitantes, sanitarios contagiados, economía más destrozada y mayor fiasco a la hora de conseguir medios de protección para los sanitarios, las fuerzas de seguridad y los ciudadanos.

Pero es así: de Sánchez depende nuestra salida de este túnel. Él decide quien inicia la desescalada y quién permanece en la frialdad de la cumbre coronavírica. Para ello ha dispuesto un comité secreto, dicen que de expertos, pero vaya usted a saber, donde juegan a los dados con el destino de las autonomías, las provincias y las zonas de salud. Y ha colocado a media España en velocidad rápida y al resto parados en la Fase 0, donde más se sufre.

A los castellanos y leoneses nos ha tocado ración doble. El Gobierno no quiere saber nada de esta tierra, y la Junta que preside Alfonso Fernández Mañueco peca de timorata, pide poco y no consigue casi nada. Y lo que es peor, no es capaz de poner en marcha su propio plan para la desescalada, con medidas valientes y ambiciosas que permitan a la Comunidad recuperar el terreno perdido al no entrar en Fase 1.

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