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La recuperación de la vida normal tras el obligado enclaustramiento del maldito coronavirus nos lleva a retomar el alegre disfrute de aquellos pequeños placeres de la vida social que nos fueron vedados durante el aherrojamiento domiciliario. Uno de esos placeres es el de volver a relacionarnos con nuestros semejantes en los benditos lugares donde degustábamos antes del encierro los cotidianos cafés, aperitivos, refrescos y productos destilados o fermentados de distinta factura y añada. Por supuesto que la vertiente gastronómica ha de cobrar renovados ímpetus, ya sean carnívoros, veganos, vegetarianos o en cualquiera de las modalidades de consensuada aceptación culinaria. Ábrase la hostelería y adentrémonos, convivientes y con-bebientes, en el arrobamiento del yantar, en su comercio y su bebercio.

A propósito de esto último, consideremos la disyuntiva secular entre el vino y la cerveza. Hay otras alternativas en lo tocante a las bebidas, pero quedémonos en lo habitualmente más demandado. Tal vez hayamos oído decir que en España fue antes la cerveza que el vino. Nuestros antepasados, dicen los historiadores, consumían cerveza (o algo parecido) antes de la llegada de los romanos. El vino, traído por los fenicios, era bebida de lujo hasta que con la romanización arraigaron las vides en la península. El vino era civilizador, mientras que la cerveza era más propia de pueblos bárbaros. En realidad, la cosa no era así porque otras civilizaciones tenidas por cultas, como la egipcia, conocían la cerveza. Nos lo recuerda Plinio, que también defendía el valor de la espuma como suavizante del cutis femenino.

Con el tiempo, el creciente consumo de vino dejó de lado la cerveza, hasta que de Flandes nos llegó un nuevo impulso de la mano de los maestros cerveceros acompañantes de Carlos V. Se dice que del conde de Flandes Jan Primus procede el bien conocido y rechoncho hombre de Gambrinus. Sea como fuere, Madrid, por la calidad del agua del entonces cristalino Manzanares, y Sevilla, por su carácter de ciudad cosmopolita abierta al mundo, fueron las sedes de las primeras fábricas de cerveza.

Mucho han escrito los clásicos sobre el vino. Plutarco desvelaba que los temidos guerreros persas “soplaban” en abundancia antes y después de las batallas. Platón habla de las cogorzas de Sócrates y exhorta a probar el vino a partir de los dieciocho años y emborracharse a partir de los cuarenta porque, decía, el vino hace aflorar la verdadera naturaleza del ser. Para el agustino Jerónimo Román (1595) el vino relaja el alma, esfuerza la virtud, alegra al melancólico, mitiga el espanto, vivifica la sangre, colorea el rostro, ahuyenta los vómitos y templa el hígado. Borges le dedicó un soneto. Ante tanto sabio tratadista, ¿qué nos queda si no seguir sus juiciosos dictados?

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