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Ingerimos cifras a todas horas. Con las galletas del desayuno, entre el primero y el segundo de la comida, y con la tortilla y la ensalada de la cena. Y no descarto que con el aperitivo y la merienda vaya alguna que otra, que, llamo la atención, son las mismas del día repetidas. No hay diferencia entre las cifras de las dos y las que nos dan a las once, iguales, pero dadas de otra manera. Es un agobio, se comenta en el patio de vecinos, y con razón. Hay que dosificarse. Vivimos en tiempos marcados por números que suben y bajan, según los vientos, hacia el cero de los cero contagios; números absolutos o relativos, emparejados en porcentajes, en algoritmos, ecuaciones o acompañados con el positivo o negativo delante, de los que he perdido la cuenta. Números que salen de los hospitales, las asociaciones empresariales, la Bolsa, los servicios de empleo, los sindicatos o los despachos de economistas, que forman cifras que han rebajado a la irrelevancia las de las temperaturas de los partes del tiempo. La información meteorológica solo importa hoy a los esenciales, al resto nos da igual, y ahora que habíamos aprendido a interpretar los mapas del tiempo, en los que el sol siempre es amarillo, toca empezar con las cifras, convertirse en los Zacut, Pedro Ciruelo y Norberto Cuesta de estos momentos, porque van a pasar a la historia, como pasaron las de la “gripe española”: cincuenta millones de personas entre enero de 1918 y diciembre de 1920, que acabo de ver en un guasap enviado. Pero lo peor de este empacho de cifras es que olvidemos que están formadas por personas asustadas o fallecidas. Hay nombres propios. Y algunos nos suenan, como el de Manuel Estévez, conocido como Manolo “Esterra”, un emprendedor que debiera ser recordado. Hubo un tiempo en el que la ropa de gimnasia, que así se llamaba, la adquiríamos en Skí, Récord, Tokyo y Esterra, que eran las referencias; luego llegó D´Alessandro y a partir de aquí todo lo demás. Manolo, entonces, vio en los recuerdos turísticos y la hostelería una oportunidad de negocio, y hasta ahora, que se nos ha ido, formando la cifra del día.

En otra vida, que aún no hemos olvidado, este viernes lo era de Dolores, que es el santo de las Lolas: felicidades, Lola Pereiro, mi petróloga de cabecera o a Lola Caballero, hematóloga, por no extender la lista. Salía de la Vera Cruz la primera procesión y se traslada del Cementerio a Fonseca el Cristo de la Liberación, de Vicente Cid Pérez, por turnos, al que sus devotos piden liberarse del confinamiento. Penúltimo viernes de cuaresma y por lo tanto, potajero. La Plaza Mayor lucía desde hacía varios días los reposteros de cofradías, hermandades y congregaciones y esperaba con los arcos abiertos a las procesiones que quisieran honrarla con su paso y sus pasos. Llegaban a la capital los primeros turistas y también muchos propios que emigraron o estudian fuera, la hostelería era una fiesta y el comercio comenzaba a exhibir la ropa de verano, incluida la de baño. No quedaban pregones por dar, todas las túnicas habían pasado por el tinte y los días de los hornazos se veían cerca y seguros. Ya. Las cosas han cambiado. Toca ver por internet las procesiones e imaginarse todo lo demás, que así está mi amiga Ana, Anita, compuesta, con sus pelos de colores, y sin pasear a su Virgen. Ay, qué tiempos vivimos.

Hace tiempo que perdí la cuenta de muchas cosas que iba a hacer cuando esto pase, pero da igual porque las voy a hacer.

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