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Da la impresión de que los poderes públicos no acaban de tomarse en serio a las universidades... públicas. El mundo de la enseñanza universitaria está atravesando por momentos críticos. Dudo de las buenas intenciones de quienes desde ministerios y autonomías deberían velar por las mejoras en campos como la investigación y la docencia, si es que creen que ambas actividades redundan en el progreso social.

Los años transcurridos desde la implantación del Plan Bolonia permiten evaluar serenamente las ventajas e inconvenientes de dicha reforma. Los más críticos con ese giro casi copernicano traen a colación el descenso en los niveles de exigencia, la reducción de los programas, la burocratización del profesorado, o la consideración de “clientes” a los que hay que tener satisfechos, porque para eso los estudiantes pagan unos títulos que obtienen cada vez con menor esfuerzo. Como si interesara más la “quantitas” que la “qualitas”. Ese clientelismo se nota en la búsqueda desaforada de mercado por parte de las universidades, cuya supervivencia depende en alguna medida de los ingresos por matrículas. Sabemos que la financiación universitaria es mucho más compleja y que, de hecho, las tasas representan solo una parte, pero la lucha por un pastel cada vez más menguante es denodada en regiones como la nuestra donde hay, nada más y nada menos, que la barbaridad de nueve universidades, nueve.

En el pasado claustro se lamentaba el rector de las escasas dotaciones que el Estudio recibe de quienes tienen la bolsa de las perras autonómicas. Ni siquiera pagan la totalidad de la plantilla. Ese afán cicatero lastra la economía y lastra la autonomía. Sin autonomía económica no puede haber ninguna otra, por más que figure en leyes orgánicas y demás papelería oficial.

Una de las paradojas actuales es por qué experimentan mayor afluencia de estudiantes aquellas universidades que cobran matrículas más caras —y que suelen ser privadas—. La sociedad debe ser consciente del motor económico que supone albergar una universidad (en el caso de Salamanca, dos); del impacto multiplicador de cada euro que en ella se invierte; del efecto llamada al que acuden estudiantes y profesores de todo el mundo; y de los beneficios derivados de ser ciudad universitaria por excelencia.

Pero es que, además, la Universidad de Salamanca dispone de una palanca extraordinaria y casi única: aquí tiene su sede la asociación más veterana de antiguos alumnos, ALUMNI-USAL, con cerca de treinta mil miembros, que difunde el nombre de Salamanca por los cinco continentes, que busca mecenazgos y que labora desinteresadamente para que quienes se formaron aquí y transitaron por estas aulas sigan vinculados a su “alma mater”. Ellos hacen la mejor propaganda de Salamanca. Y de su Universidad.

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