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Recuerdo que hace ya más de una década, las universidades españolas tuvieron que implantar el Plan Bolonia, un proyecto por el que se unificaron los criterios educativos en todos los centros europeos. Entre otras muchas cosas, este plan buscaba adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, es decir, intentaba que los graduados salieran con una formación más práctica y adecuada al mercado laboral. Para ello, el papel del profesor debía cambiar. Las clases magistrales tendrían menos peso en favor de las tutorías específicas y otras enseñanzas más prácticas e individualizadas como talleres, sesiones de laboratorio o trabajos conjuntos entre los estudiantes.

Pero una cosa fue la filosofía y otra bien distinta su puesta en práctica. A mi cabeza vienen algunas facultades de Salamanca, cuya primera medida fue largar a numerosos profesores asociados, muchos de ellos profesionales en ejercicio que impartían asignaturas de corte práctico y volcaban sus actualizados conocimientos en los alumnos, preparándolos para lo que les esperaba al terminar su formación académica. Por contra, algunos docentes que vivían únicamente de la Universidad se repartieron las horas de enseñanza, aunque en muchos casos no tenían ni la más remota idea de la asignatura que les iba a tocar impartir. Se dieron casos grotescos que eludo relatar. El espíritu de la norma sucumbió una vez más a la endogamia universitaria.

Ahora, va a ocurrir algo parecido en la Formación Profesional por obra y gracia de la Ley Celaá. A pesar de los casi 80.000 muertos “oficiales” que se ha llevado por delante el coronavirus, nuestro gobierno no ha tenido tiempo para elaborar una ley de pandemias que saque al país del guirigay legislativo en el que nos ha embarcado. Sin embargo, ha preferido aprobar, en pleno estado de alarma, la enésima reforma educativa. Resulta evidente que ha aprendido de sus socios catalanes y vascos. Quien maneja la educación se asegura el pensamiento de gran parte de las futuras generaciones.

Pues bien, una de las sorpresas más desagradables que ha traído la Lomloe es la obligatoriedad de que los docentes de los grados de Formación Profesional deban tener un título universitario. Cuando creíamos superada la “titulitis” que afectó a nuestros padres en aquellos años en los que o eras un licenciado o poco menos que no tenías futuro, cuando la Formación Profesional se ha revalorizado y constituye una de las opciones preferidas por nuestros jóvenes, llega la ministra Celaá y se saca de la manga esta norma que amenaza la calidad de un buen número de ciclos de la FP.

¿A qué cabeza pensante se le ha podido ocurrir que un ingeniero -con todos mis respetos a su formación- enseñe a utilizar la lanza de soldar a un alumno si no la ha usado en su vida? ¿O que un filósofo coja las tijeras y se ponga a enseñar las últimas tendencias en cortes de pelo? ¿O que un licenciado en Derecho desvele a los futuros carpinteros los secretos del montaje de un mueble?

En estos momentos, hay cientos de profesores interinos de FP, auténticos especialistas en las materias que imparten y con muchos años de experiencia en su ámbito de trabajo, con el corazón en un puño porque no saben el futuro que les aguarda simplemente por no tener una carrera universitaria.

Los tiempos han cambiado. Cada vez más jóvenes se decantan por la Formación Profesional. Da igual las calificaciones que hayan obtenido en la ESO. Quieren entrar en el mercado laboral cuanto antes porque saben que esas categorías profesionales técnicas tienen una enorme demanda. Es más, para cursar determinados ciclos, se están pidiendo notas medias superiores a un 8. Es decir, alumnos brillantes.

Por eso, quizás sea el momento de replantearse la situación y crear más ciclos formativos y, por supuesto, impartidos por especialistas de verdad. No tiremos por la borda su experiencia. Profesionalicemos la formación.

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