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Apenas llevábamos una semana en la Universidad cuando fuimos víctimas de la novatada. Los compañeros de la primera promoción, nosotros pertenecíamos a la segunda, nos transmitieron la convocatoria fake de una conferencia a cargo de un periodista estrella del diario El Mundo, que en 1989 era aquella cabecera joven, agresiva y refrescante que tensaba la política española, destapaba obscenos casos de corrupción y hacía bailar su sección de Internacional al trepidante ritmo de la CNN. Aprovecho, por cierto, para saludar a los grandes profesionales y buenos amigos que conservo en esa redacción. El caso es que nos presentaron al supuesto fotógrafo que, arriesgando su vida, había logrado sacar de China los negativos, entonces se hacían así las fotos, de la masacre de la plaza de Tiananmén. Nos relató, ufano, su heroica hazaña profesional y respondió incluso a nuestras imberbes preguntas. ¡Qué cuajo! Confieso, estulta inocencia, que me tragué la batallita con la boca abierta. Se me cerró de golpe la mañana siguiente, cuando caí del guindo al darme de bruces en la cafetería de la Ponti con el farsante, Fernando Gordón, hoy dedicado a la comunicación sanitaria y urdidor de aquel embuste, al que todavía no he agradecido, por cierto, que con sus secuaces nos diese aquella primera lección de periodismo. Las estrellas, a Hollywood. El periodismo es una carrera de fondo que requiere de una gran capacidad de resistencia marinada de humildad y compañerismo, en la que las heroicidades personales, y esto solo lo confirman las décadas de permanencia, nunca llegan a la tinta sobre el papel. La profesión va por dentro.

He recordado la anécdota, que sienta cátedra, este fin de semana, mientras brindaba por el 30ª aniversario de la Facultad y agradecía la fortuna de haberme empapado de aquellos intensos y divertidísimos años fundacionales. Un lujo. Todavía en el soberbio edificio de la calle Compañía, la piedra de Villamayor fijó el estándar ético y estético que desde el decanato imprimió María Teresa Aubach, con sello cristiano, peso intelectual y talante proeuropeo. Buscó entre lo mejor de cada casa para ponernos delante a Araceli Mangas en Relaciones Internacionales, tronío; Eugenio de Bustos Tovar en Lingüística, nada menos que Real Academia de la Lengua; José López Yepes, la primera persona a la que escuché la palabra “internet”; Arturo Merayo en Comunicación, fundamental; Agustín Domingo Moratalla en Ética, al que sigo consultando de vez en cuando; o José Román Flecha en Moral, ¡menuda altura!. Y todavía vendrían Antonio Bustos en Economía; Gerardo Pastor Ramos en Sociología; Rosa Pinto en Información; Eugenio Llamas Pombo en Derecho; Ana Lucía Echeverri en Empresa; Mariano Sánchez en Periodismo Especializado y poder de la palabra narrada; y Enrique Bonete Perales en Deontología, que cito en último lugar pero que ocupa uno de los primeros en mis zozobras. El cartel fue, seguramente, inmejorable y nos proporcionó la buena base de la que seguimos tirando. Incluso nos visitó Tomás y Valiente y era la propia Aubach la que impartía Historia Contemporánea.

El 10 de noviembre de 1989, un viernes a primera hora, la decana canceló por sorpresa todas las clases y convocó una magistral en el Aula Magna. Escaldados por la reciente novatada, dudamos de la veracidad de la convocatoria, pero esta vez no era un fake. Había caído la noche anterior el Muro de Berlín, la rueda dentada de la Historia había consumado un giro que terminaría cambiando todas nuestras vidas y María Teresa deseaba transmitirnos, con una seguridad de la que a aquella hora ni siquiera gozaban los jefes de gobierno europeos, la trascendencia del final de la Guerra Fría. Si siguiera en este mundo, continuaría impartiendo clases magistrales sobre el giro, posiblemente retroceso, que está a punto de dar la política europea. Sobre los cambios de cúpulas empresariales que veremos en España en los próximos meses, sobre el desarrollo de un modelo político que está devorando a sus hijos, los grandes partidos, cual Saturno de Goya, y sobre cómo la digitalización y la robotización harán en breve irreconocible el ámbito laboral, tal y como lo conocemos ahora. Sobre compañías globales que no pagan impuestos donde amasan sus fortunas, dejando obsoletos nuestros modelos fiscales, y sobre la peligrosa involución de potencias globales como EE.UU., junto a la expansión de peligrosas alternativas como Rusia o China. Nos invitaría a cancelar la agenda de este lunes para sentarnos un momentito a constatar y reflexionar activamente sobre los acontecimientos, sus causas y sus consecuencias, que es en definitiva en lo que consiste el periodismo. Sin heroicidades ni mucho menos victimismos. Esta profesión, por cierto, contrariamente a lo que muchos piensan, vive un momento de esplendor. Desde la tesis de McLuhan, varias generaciones de medios han ido aumentando exponencialmente el poder del mensaje y nunca como ahora fueron necesarios y valorados los discernidores de criterio.

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