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Esto parece ‘el día de la marmota’, repiten los tertulianos que analizan la situación política del país. No estoy seguro de que muchos de los que abusan de esa expresión sepan bien a qué se refiere o de dónde viene. Ya hace bastantes años (en 1993) se estrenó una película que en España se tituló ‘Atrapado en el tiempo’, y ‘Hechizo del tiempo’ en varias naciones de la América de habla española. En otras se respetó el original (‘Groundhog Day’) con una traducción directa que corresponde a la expresión que estoy comentando: ‘El día de la marmota’.

El film es una fina comedia romántica cuyo mayor mérito, a mi entender, es el espléndido manejo de la elipsis, esa figura literaria y cinematográfica que sirve para soslayar lo prescindible confiando en que el lector o espectador es un ser inteligente que podrá reponer lo que el autor omite. La historia es sencilla. Es el 2 de febrero. El protagonista, un meteorólogo egoísta y arrogante, está cubriendo para la televisión una fiesta popular de una pequeña ciudad de Pennsylvania, una fiesta que gira en torno a una marmota que supuestamente puede predecir si la primavera llegará pronto o no. El comportamiento insoportable del meteorólogo provoca un castigo ejemplar: un hechizo de origen desconocido lo condena a repetir una y mil veces el mismo día, el día de la marmota. Callo aquí para no destripar el desarrollo y final del film.

Y aquí estoy yo en otro día de la marmota, aduciendo inexorablemente lo que ya avancé en mi columna del 29 de abril: escribo este artículo el sábado (9 de noviembre) y desconozco, por tanto, qué candidaturas han subido, cuáles han bajado, cuáles se han despeñado, cuáles se han mantenido. Como en aquel día de abril, presumo, sin embargo, que hoy, lunes, algunos de ustedes están satisfechos, y otros decepcionados, o aliviados, o expectantes, o sobrecogidos.

Yo estoy sorprendido avant la lettre. Bueno, llevo meses estupefacto: hemos contado ya muchos días de la marmota desde aquel 29 de abril. Me resulta difícil comprender, intuyendo lo que puede haber ocurrido el domingo, cómo algunos candidatos pueden ser tan torpes, tan desmañados, tan ineficaces. Por no saber, ni siquiera han sabido ser electoralistas: día tras día han luchado denodadamente para destrozarse a sí mismos, moviéndose pánfilamente en el esquema de la falacia del arenque, ese recurso argumentativo que sirve para desviar la atención de lo importante y distrae con lo intrascendente. Y eso, en la vida inteligente, se paga. Digo yo.

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