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Nuestra lengua, la que tan alegremente maltratamos, es la que nos permite jurar, maldecir por tierra mar y aire, y reírnos hasta de lo más sagrado en una terapia de andar por casa. De este modo, asaz primitivo liberamos parcialmente la mala leche acumulada tras meses y meses de restricciones, contradicciones, confinamientos, reclusiones, desescalamientos, engaños, miedos, enjuagues y gatuperios.
El idioma español no debería estar sujeto a paternalismos mal entendidos o la mala conciencia de nuestros legisladores en sus cuitas con las autonomías. Los presentadores de noticiarios y los “comunicadores” radiofónicos, que deberían velar por el castellano como “lengua oficial del Estado” (art. 3 de la Constitución), utilizan desde hace un tiempo acá los topónimos catalanes, gallegos o vascos cuando se expresan en castellano. Hasta ahí llega la imposición de los poderes autonómicos deseosos de marcar diferencias con el resto de los ciudadanos españoles. Las leyes amparan que los topónimos tengan como forma oficial la lengua vernácula. Parece lógico que los mapas meteorológicos, por ejemplo, muestren los nombres de Girona, Lleida, Ourense...
Pero reconozcamos que también esos lugares tienen su versión castellana, la que tradicionalmente se ha mantenido en la inmensa mayoría del territorio patrio (aunque a algunos lo de patrio les produzca sarpullidos). No veo por qué los castellanoparlantes tienen que cambiar de registro y dar una pirueta lingüística del tipo “me voy de fin de semana a New York, a London, a Firenze, a Cape Town, a Aachen o a Viana do Bolo”. En castellano, New York se escribe y pronuncia Nueva York; London se escribe y pronuncia Londres, Firenze se escribe y pronuncia Florencia, Cape Town se escribe y pronuncia Ciudad del Cabo. Y Aachen es Aquisgrán. Sin los yugos esclavizadores de la corrección política.
Las lenguas se han venido legitimando a lo largo de la historia a través de su práctica, y eso vale tanto para las autonómicas oficiales como para el español hablado en todo el mundo. Cuántas lecciones de nuestro propio idioma nos dan al otro lado del Atlántico. Yo no hablo catalán, ni gallego, ni mucho menos vasco --me temo que ya es un poco tarde para aprender--, pero en mis tiempos de decano batallé para que esas lenguas mantuvieran en los planes de estudio el rango universitario que legítimamente les correspondía. En una Facultad donde se enseñan más de una veintena de idiomas clásicos y modernos, todas las lenguas peninsulares y sus respectivas literaturas tienen cabida y, por qué no decirlo, gran aceptación. Pero, qué quieren que les diga, cuando me expreso en castellano, para mí Gerona seguirá siendo Gerona, Lérida lo mismo y Orense otro tanto. Igual que Nueva York, Londres, Aquisgrán o San Sebastián, sin ir más lejos.
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