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Hace ya varias elecciones que muchos españoles vamos a las urnas con un sentimiento de orfandad, sin un partido que represente en integridad nuestra idea de España y conscientes de que no vamos a votar lo mejor para este país, sino solamente el mal menor. La creciente madurez de nuestra democracia, ya cuarentona, nos ha ido conduciendo a una progresiva desmitificación del sistema político que, por otra parte, ya avanzaron sus primeros pensadores. Si repasamos el Libro Sexto de La Política de Aristóteles, recordamos que el griego no describía la democracia como la mejor forma de gobierno, sino como la menos mala, y que llamaba a no imaginar un gobierno “perfecto”, sino un gobierno “practicable”. Poco hemos avanzado desde entonces.

La presencia de astronautas y toreros en la primera línea de la política añade bastante circo, pero muy poco pan a la gestión de la cosa pública. Y la farsa torna en drama cuando percibimos que en estas elecciones lo que está en juego no es la España que queremos sino el ser o no ser de España, al más puro estilo schakespeariano, con la calavera de la Constitución en la mano y la convicción de que algo huele a podrido, no en Dinamarca, sino en muchas de las instituciones que soportan nuestro país. Menos mal que el aroma de las torrijas nos redime y nos confirma que hay vida más allá de los partidos. Menos mal que el paso de las procesiones nos eleva a planos menos terrenales, de elecciones eternas.

Si sirviera de algo cargar contra los políticos de turno y sus debilidades, tocaría a rebato. Sobran las razones. Pero no nos engañemos: en primer lugar, no se pueden pedir peras al olmo y, en segundo, la mediocridad y decadencia de nuestra democracia no tiene su origen en la calidad moral ni en la competencia de los líderes de turno, sino más bien en la calidad moral y en la competencia de los votantes. Sine animus ofendi, dejamos bastante que desear como electorado. Hemos permitido que nos distraigan de la cartera política el debate de las ideas mediante el timo de la estampita del debate de las emociones. Como badulaques, nos hemos dejado engatusar por trileros que ocultan los conceptos y sus verdaderos costes bajo emotivos y ocurrentes mensajes de máximo 280 caracteres, que nos contagian, pasando con rapidez de teléfono en teléfono como una imparable viruela, y de los que vivimos pendientes como si fueran el Santo Advenimiento de la opinión pública. Necios, hemos aceptado que las campañas se reduzcan al espectáculo. Estultos, hemos protagonizado una infantilización del voto que hunde sus raíces en la pereza mental y en la falta de compromiso con lo votado. Dado que estamos en las fechas que estamos, fustiguémonos un poco y entonemos el mea culpa, si es que queremos llegar a la pascua electoral con una mínima esperanza de salvación.

Una vez consumado el examen de conciencia, recordemos que el voto, en primer lugar, debe ser útil y caigamos en la cuenta de la conveniencia de dar a las ideas el lugar que durante mucho tiempo han ocupado las ideologías. A poco que escarbemos en las raíces de la política del siglo XXI, nos daremos cuenta de que la vieja división entre izquierdas y derechas del siglo XX, ha quedado bastante obsoleta. El ahora presidente del Bundestag y durante toda la crisis de la deuda ministro de Finanzas de Angela Merkel, Wolfgang Schäuble, me afeaba hace ya unos meses que le hiciese una pregunta en esos términos. “Esa clasificación ya no es válida para el pensamiento político”, me decía, “ahora hay que pensar en partidos pro sistema y partidos antisistema”, que en la política española podría traducirse como partidos a favor de la Constitución y partidos en contra de la Constitución. Y no es que la Constitución sea perfecta ni intocable, sino que la más esencial sensatez aconseja abordar su reforma en momentos de gran consenso social, y no es el caso.

Otro de los vicios a evitar es el denominado “voto de castigo”, al que tan adscritos estamos los españoles. “En este país las elecciones no se ganan, se pierden”, me enseñó también hace tiempo Javier Solana, convencido de que a menudo ejercemos el voto como quien da un puñetazo sobre la mesa y se queda tan a gusto. Un desahogo y puro espejismo. La democracia no termina con la papeleta depositada, sino que requiere de un tejido de asociaciones y movimientos civiles ajenos a la subvención pero orientadores y movilizadores de la gestión hacia las verdaderas necesidades del ciudadano. Y ahí tiene que dar el callo el votante. Si solamente delegamos nuestra responsabilidad democrática en los partidos, no será el ser, sino el no ser.

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