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El sedentarismo es una de las enfermedades de este siglo. Por más que abunden los gimnasios y la gente se conciencie de que hay que caminar, trotar, moverse, hacer ejercicio. Sin embargo, en las sociedades más acomodaticias se propende al sedentarismo, aunque los anuncios de productos hipercalóricos nos insten a hacer ejercicio y a incrementar la ingesta de frutas y verduras. Se supone que de este modo combatimos la atrofia funcional, aunque no necesariamente la intelectual.

Lo paradójico es que, al mismo tiempo que cultivamos la pachorra y la molicie, veneramos la rapidez, la inmediatez, lo expeditivo, la velocidad, la celeridad en todas las actuaciones. Comida rápida, horas de trabajo sin cuento, horarios laborales que irrumpen en los espacios de descanso, en el ámbito particular y familiar. Hay que estar siempre pendiente del correo o de los mensajes, por si llegara alguna urgencia del trabajo, por si al jefe se le ocurre que hay que revisar un expediente, emitir un informe o acudir a una reunión sin tardanza. No viajamos, sino que nos desplazamos sin gozar del placer del viaje; no disfrutamos de los bienes que hemos podido adquirir, sino que simplemente los acumulamos en una alocada carrera cuyo pistoletazo de salida lo detonaron los mercados y el ansia de riqueza. Pasamos por las cosas, pero ellas apenas pasan por nosotros, hablamos sin escuchar, monologamos sin profundizar en los argumentos. Todo es efímero, urgente, veloz, banal. La prisa nos despersonaliza.

Por eso no debe extrañarnos que surjan movimientos reivindicativos precisamente de todo lo contrario, que propugnan los beneficios de la lentitud y la despreocupación. Ver pasar las nubes en el cielo, escuchar el murmullo del agua entre rocas y pedregales, contemplar el verdor de la campiña en primavera y la lluvia que riega los campos, aspirar las fragancias de la tierra tras la tormenta, y tantos pequeños placeres asociados al lento discurrir de determinados momentos que sirven de contrapunto al ajetreado vivir sin vivir. El poema de Julio Llamazares La lentitud de los bueyes, ahonda en ese demorado latir del tiempo, en la densa mansedumbre que da sentido a un discurrir de la vida opuesto a ese furioso galope del día a día que obsesiona a nuestra civilización. También Milan Kundera en La lentitud se cuestiona la rapidez y el vértigo con el que les suceden las cosas a algunos personajes.

El auge de movimientos que reivindican lo lento y parsimonioso nos recuerda que las sociedades occidentales son cada vez más esclavas de una relación insana con lo temporal. La lentitud, acaso ahora forzada por el ritmo casi claustral que impone la maldita pandemia, es un antídoto contra ese patrón unificador que nos aleja de los minúsculos tránsitos que dan sentido y belleza a la vida.

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