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P ARA Sánchez y sus intereses electorales todo son malas noticias desde el mismo momento en que entró al debate del lunes pasado. La primera en la frente, porque al salir del encuentro a cinco bandas todos sabíamos ya que no tenía agallas para contestar a la pregunta fundamental de esta campaña y que le hizo reiteradamente Pablo Casado: ¿Va usted a pactar un gobierno con nacionalistas, separatistas y golpistas? También nos enteramos de que toda su capacidad de debate se limita a leer (mal) los papeles que le ponen delante, sin mirar a los lados y sin salirse del guión.

La segunda mala noticia la sabía el presidente en funciones antes de entrar al debate, aunque no se hizo pública hasta el día siguiente: el brutal ascenso del paro durante el mes pasado, el peor octubre para el empleo desde los peores tiempos de la crisis. La confirmación de su penosa política económica.

Y la tercera la provocó el propio Sánchez al día siguiente, cuando en RNE intentó aclarar cómo piensa traer al prófugo Puigdemont de Bruselas y dejó caer que lo haría utilizando a la Fiscalía. Esa confusión, ese embrollo al dar a entender que los fiscales dependen del Gobierno, se convirtió ayer en el argumento perfecto para los golpistas y sus palmeros: que si en España no hay separación de poderes, ni democracia, ni libertad, porque un presidente te puede meter en la cárcel... Lo que nos faltaba.

A la torpeza de Sánchez se le une la mala suerte. Ayer mismo la Policía británica decidió no tramitar la orden de detención europea del juez Llarena contra la golpista Clara Ponsatí, porque a los ‘bobbys’ les parece mucho castigo para tan poco delito como es el de sedición. No sabemos si se trata de una broma propia del humor inglés al ‘estilo Míster Bean’ o sencillamente es que los ‘british’ se ríen de las autoridades españolas en sus barbas. En todo caso, la decisión supone un desprecio de tal calibre que echa por tierra ese objetivo sanchista de recuperar el prestigio de España en el mundo. Más bien nos convierte en el hazmerreír del mundo.

A este paso, a mala noticia por día, Sánchez puede llegar al domingo por debajo de los cien escaños.

No será así, probablemente, quién sabe, porque tiene la suerte de que sus principales contrincantes tampoco están para tirar cohetes. Pablo Casado cumplió el trámite en el debate, se le vio suelto, incisivo a ratos, y no cometió grandes errores. Si cayó en uno fue dejar sin respuesta las muchas mentiras y medias verdades que lanzó Santiago Abascal, su máximo competidor para el domingo. El de Vox campó a sus anchas, ante la luz de gas que le hicieron los otros cuatro aspirantes, y así pudo explayarse en su manoseada lista de bulos: que si el 86% de las denuncias por violencia de género son archivadas (se archivan poco más del 1%), que si el 70% de las manadas están formadas por extranjeros (el dato es justo el contrario: el 70% de los violadores son españoles), que si hay un efecto llamada con este Gobierno (en lo que va de año la llegada de inmigrantes en patera ha caído un 50%), o que la Ley de Violencia de Género de 2004 no ha servido para nada (hemos pasado de una media anual de 70 mujeres asesinadas a 50, un 30% menos). Todo un batallón de mentiras, pero Abascal se fue de rositas.

Albert Rivera lo intentó todo, pero ha perdido el discurso, el tino y la gracia. El de Ciudadanos ha pasado de estar bendecido por los dioses a caer fulminado por una extraña maldición.

Sus ladrillos y sus ladridos no hacen sino hundirle un poco más. Y durante el debate mordió mucho, pero convenció poco.

Por su lado, Pablo Iglesias no estuvo mal, pero quedó muy claro que ya no constituye una amenaza para Sánchez. Tiene buena labia y domina las formas del debate, pero entre su actitud mendicante (¡Un ministerio, Pedro, por favor!) y el ‘efecto casoplón’ del chalé con piscina, ha perdido encanto y credibilidad.

El debate, por tanto, resultó previsible, a ratos insufrible y siempre decepcionante. Quizás porque esperamos mucho de estos eventos, y estas disputas televisadas dan para lo que dan: para que cada uno lance su mitin y para comprobar si tienen un poco de cintura a la hora de lanzar y encajar improperios.

Tras el debate se ha cernido sobre el país un ambiente de desencanto un tanto injustificado, sobre todo por parte de quienes confiaban en que Sánchez, Casado y Rivera se dieran besos y abrazos y anunciaran que están dispuestos a todo tipo de pactos y coaliciones con tal de salvar a España de la crisis institucional y económica que nos atenaza. No hubo tal, sino justo lo contrario: en antena todo fueron vetos cruzados, odios y desprecios. Pero no hay que darle demasiada importancia, porque de haber acuerdos entre los partidos constitucionalistas se producirán a partir del lunes, y muy probablemente no se fraguarán hasta que la temperatura electoral haya bajado y los primeros espadas se encuentren de nuevo ante la disyuntiva de ceder o llevarnos a terceras elecciones.

Así que lo más urgente ahora es esperar al domingo. Contar y barajar.

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