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La escena es digna de película. En las televisiones de un abarrotado bar, los informativos relatan que un padre de familia que vivía en Colmenar Viejo tenía a sus ocho hijos menores arrinconados en una oscura habitación, con síntomas de maltrato y en una condiciones higiénicas totalmente insalubres.

Mientras los clientes del bar escuchan horrorizados la noticia, uno de los consumidores apura el café que se estaba tomando junto a sus compañeros. Sin aparente sobresalto por el suceso, pone fin a la pausa de media mañana y regresa a su trabajo como médico del Hospital Gregorio Marañón.

Ninguno de los sanitarios que le acompañan puede ni tan siquiera imaginar que Domingo, el afable jefe de los residentes de Urgencias del Gregorio Marañón, es en realidad el protagonista de ‘la casa de los horrores’ del que hablan las televisiones.

Domingo nació en Salamanca, estudió en la Facultad de Medicina de la universidad charra y durante seis años perteneció al Colegio Oficial de Médicos de Salamanca, pero nunca debió tener especial interés por trabajar en su tierra, porque de él no hay apenas rastro.

Aunque en Madrid es urgenciólogo, los más viejos del lugar de las Urgencias salmantinas afirman que no habían oído hablar nunca de él. Tampoco en Atención Primaria hay nadie que atestigüe su trabajo en algún centro de salud. La pista más interesante sobre su trayectoria es la que apunta a una posible estancia en Inglaterra a partir de 1997, que justificaría el misterio en torno a su carrera profesional.

Parece que en Salamanca no le recuerda nadie, pero lo que ha quedado muy claro es que en su propio hospital no le conocían. Sabían su nombre y le ponían cara, pero eso no es conocer a alguien.

Los compañeros del Gregorio Marañón que comentan la noticia en los medios se confiesan en estado de shock. Domingo era educado, tenía una actitud muy pedagógica con los médicos más jóvenes y un trato agradable con los pacientes, pero al llegar a su casa debía transformarse.

El estupor que tienen los sanitarios que trabajaban con él no es nada en comparación con los pacientes que, aún sabiendo todo lo que ha sucedido, siguen siendo tratados por Domingo. Porque la sanidad madrileña no ha apartado al médico investigado hasta que se aclaren los hechos. Le han quitado sus hijos y le han impuesto una orden de alejamiento porque existen indicios de que su estabilidad mental no es la más adecuada, pero el salmantino sigue trabajando y atendiendo pacientes. ¡Qué miedo!

El caso de Domingo nos remonta al del celador de Olot, que mató a 11 ancianos en un geriátrico administrándoles veneno. O a la auxiliar de Alcalá de Henares que inyectó aire a una mujer hospitalizada para provocarle la muerte.

Lo que tienen en común todos estos casos es que se trata de trabajadores sanitarios con claros problemas psiquiátricos. Personas en las que habitualmente depositamos toda nuestra confianza, ponemos nuestras vidas en sus manos, pero que, como el resto de los mortales, no están exentos de padecer trastornos mentales.

Tratándose de trabajos con tanta responsabilidad, quizás debería someterse a los sanitarios a una evaluación psicológica, del mismo modo que se hace con los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.

Este interesante debate me lo planteó ayer mismo el urgenciólogo salmantino y presidente de CESM Salamanca, Ángel Bajo, que a lo largo de décadas ha visto de todo por el Hospital. Me dejó la sensación de que más de un excompañero suyo estaba para quitarse la bata y ponerse el camisón de Sacyl.

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