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El futuro no está escrito. Depende de tantos y tan azarosos factores que a los humanos nos está vedado su discernimiento. Pero yo estoy convencida de que en Salamanca, por mucho que se empeñe Pedro Sánchez en convertirnos al veganismo, seguiremos comiendo jamón en 2050 con más o menos el mismo entusiasmo que en 2021. Y quien dice jamón, dice lomo embuchado, morucha de crianza, chanfaina campera o ese nunca suficientemente loado retablo de ambrosías que preñan el hornazo. El único motivo que se me ocurre para que en 2050 hayamos destruido nuestra ganadería autóctona y consumamos menos carne que ahora es que seremos muchos menos. Según lo último que he leído, un informe de la Universidad Católica de Ávila, Salamanca capital tendrá en 2050 solamente 107.000 habitantes y la provincia habrá perdido un 27,3% de su población. Puede consultarse en internet pueblo por pueblo y el panorama es desolador.

En mi querida Ledesma, primer topónimo que he tecleado, vivirá un 35% menos de su ya diezmada población y el 43,5% de los ledesminos tendrá más de 65 años. Insostenible. Y la situación de las cabeceras de comarca es privilegiada respecto a la de tantos otros pueblos, a los que la administración está condenando a desaparecer. Porque la despoblación no es una inevitable maldición caída del cielo, sino la consecuencia de las decisiones de Gobierno que siguen marginando la España rural. La misma que ha garantizado las cadenas de suministro de alimentos durante la pandemia, sin que nadie aplaudiese a los agricultores y ganaderos en los balcones, y a la que se trata ahora como futuros fósiles y se insulta con el anuncio de 10.000 millones de gasto con los que engolosinar a los tontos de pueblo hasta las siguientes elecciones. No hace falta ser muy avispado para entender que lo que en Salamanca hace falta no es gasto, pan para hoy y hambre para mañana, sino inversión y compromiso. Inversión en servicios e infraestructuras, a pesar de que a corto plazo no sean rentables. Inversiones en centros de salud, colegios, transporte y red digital que se realicen ahora mismo y que sigan funcionando en 2050. Y un esquema de rebajas fiscales y ayudas para mantener el patrimonio que comience a compensar la discriminación que la población rural lleva décadas sufriendo. Para que mi primo Sánchez me entienda, en su neolenguaje, es necesaria una perspectiva rural inclusiva, en una España en la que hay muchas más diferencias de derechos y acceso a servicios básicos entre población urbana y rural que entre los distintos géneros.

En 2050 ya será tarde, por eso conviene ir poniendo cuanto antes nombres y apellidos a los responsables de esta catástrofe, los nombres con los que pasará a los libros de historia. Empezando por los responsables de Renfe que se niegan a dotar a Salamanca del tráfico de trenes que requiere para su supervivencia y siguiendo por los responsables de fomento que andan en cualquier otra cosa que no sea llamar todas las mañanas laborables a Telefónica para acelerar la extensión de la fibra óptica y la red 5G hasta el último rincón de la provincia. Los responsables de una Universidad cada día más orientada a Latinoamérica en lugar de tender más lazos de investigación con Europa, Estados Unidos y Asia debido únicamente a que tenemos un cuerpo universitario que no es capaz de aprender inglés de una vez. Y los responsables de ayuntamientos que bien espabilan para ponerse un sueldito pero que todavía no han presentado un proyecto capaz de hacerse con al menos un pellizco de las ayudas europeas postpandemia. Pero quienes se llevan la palma son quienes gastan displicentes y elevan la deuda al 125% del PIB, hipotecando el futuro que vivirán nuestros hijos y nietos en 2050, mientras diseñan una España que castiga inmisericorde y sistemáticamente a Salamanca.

En una provincia en la que es necesario arrancar el coche hasta para ir al médico o al supermercado, como ocurre en la mayoría de los pueblos, nos anuncian crueles impuestos a los conductores. En una tierra donde lo último que mantiene la conexión con la siguiente generación es la casa del pueblo, la casa de los padres o de los abuelos, se ‘armonizará’ el impuesto de sucesiones. A un pueblo que ve desaparecer colegios y cuyos hijos a menudo van a la escuela a diario en otra población distinta a la que residen, se le agravia diciendo que España va aumentar su gasto educativo por alumno y equipararse al resto de Europa gracias a que en 2050 los alumnos serán muchos menos, porque habrá muchos menos niños. Ese discurso es un ultraje. Y si no se le da respuesta nos arriesgamos a desaparecer. Yo no me resigno. Yo quiero que en 2050, cuando los astronautas pasen en órbita por encima de Salamanca, puedan hacer una foto y comprobar que sigue habiendo algo ahí abajo.

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