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En la última semana de mayo de 2020 la portavoz parlamentaria del segundo partido político de España replicó en el Congreso de los Diputados a uno de los vicepresidentes del gobierno, líder del cuarto partido, que él era “hijo de un terrorista”, miembro de la “aristocracia del crimen político”. Al día siguiente, también en el Parlamento, este mismo vicepresidente acusó al tercer partido de España de pretender dar un golpe de Estado y de no atreverse a ejecutarlo. Y a continuación, una ministra, pareja del mismo vicepresidente del gobierno, en respuesta a la antes citada portavoz parlamentaria, calificó a los miembros del FRAP, una organización terrorista autora de varios asesinatos en los años setenta, como “héroes nacionales”, a quienes los españoles debíamos la llegada de la democracia. Podrían citarse otros cuantos ejemplos de esta misma semana, que ilustrarían el esperpento, el desatino y la degradación extrema al que ha llegado la política en España. Ejemplos de esta misma semana y de las anteriores, por supuesto. Y de antes y de después del inicio de la pandemia, aunque esta lo haya acelerado todo, desmintiendo a los buenistas que pronosticaban que sacaría lo mejor de nosotros y dando la razón a quienes veían mucho más probable que la distopía no hubiese hecho más que empezar. Porque tampoco resulta aventurado asegurar que los próximos días nos ofrecerán nuevas y más abominables muestras de odio e irresponsabilidad, que proclaman la definitiva desaparición, en los niveles políticos más altos, del espíritu de reconciliación nacional, que fue sobre lo que se construyó, en contra de lo afirmado por la anteriormente citada ministra, nuestro régimen democrático.

Por todo ello, a estas alturas tiene ya poco sentido preguntarse cómo hemos llegado a esta situación, qué es lo que explica este lodazal en el que chapotea la política nacional, y que, sin embargo, por fortuna, apenas salpica a otros ámbitos territoriales, en los que aún es posible un grado razonable de acuerdo y de desacuerdo, como comprobamos, por ejemplo, en Castilla y León y en Salamanca. Poco importa también identificar quién empezó esta escalada de despropósitos o quién tiene más culpa de ella, aunque resulta obvio -creo yo- que a mayor relevancia del cargo que se ocupa, mayor obligación de estar a la altura de las circunstancias y que, por tanto, nunca debería atribuirse la misma responsabilidad a quien gobierna que a quien se dedica a controlar al gobierno. Pero prácticamente nadie está exento de culpa. Y si no merece la pena ya detenerse en estos debates, tampoco cabe confiar ingenuamente en que quienes ahora mueven la rueda, en muchos casos con premeditación y alegría indisimulada, sin atender a la gravísima situación en la que nos encontramos, vayan a detenerla. Si en algún momento aparece alguien que se ofrece, de verdad, a romper con esta dialéctica infernal, apoyémoslo. Pero no nos hagamos muchas ilusiones.

Es tiempo, en cambio, de preguntarnos si la sociedad y los individuos que la componen seremos capaces de mantenernos suficientemente al margen de esta vileza repulsiva y nos negaremos a dejarnos arrastrar al enfrentamiento también civil a la que nos aboca. Sabemos de sobra que el ejercicio del matonismo en el debate político no sale gratis, sino que siempre se traslada en algún grado a la sociedad. Se trata, por tanto, de saber si tenemos ya o desarrollaremos anticuerpos suficientes contra ese odio que pretenden inocularnos. Si les seguiremos la corriente o si conseguiremos que la razón se imponga sobre las emociones más primarias. Si estamos dispuestos a transformar a nuestros amigos en fascistas repugnantes por criticar al gobierno (o en comunistas recalcitrantes por defenderlo) o si sabremos conservar la cordura. En definitiva, si vamos a confirmar o a desmentir a los agoreros que anuncian que, en realidad, a media España le sobra la otra media.

En lo que a mi respecta, les hago partícipes de una declaración pública. Tengo el firme propósito de resistir a esta vileza repulsiva. Resistiré, sí, como dice nuestro himno oficioso de estas semanas de miedo y, ahora, de miseria moral y política. Porque de esto se trata, visto lo visto, de resistir, ya que no tenemos otra cosa. Mientras durante el confinamiento los italianos pudieron acudir a su himno nacional y cantaron cada tarde, desde sus balcones, “Fratelli d’Italia”, aferrados a su comunidad nacional y confiados en un Estado decidido a protegerlos, a nosotros solo nos quedaba, al parecer, precisamente eso: resistir.

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