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Tengo el íntimo convencimiento de que nadie pagará por los gravísimos errores cometidos por el Gobierno de la nación en la gestión de la peor crisis sanitaria, social y económica de los últimos ochenta años. Es la misma convicción que me lleva a sospechar que tampoco sabremos nunca cuántos españoles han muerto, están muriendo y van a morir a causa del coronavirus. En este segundo caso, cuento además con una confirmación infalible: Pedro Sánchez anunció hace un par de meses que no tardaría en ofrecer esos datos, y de todos es sabido que el presidente no falla a la hora de incumplir sus promesas.

Para mí tengo que nadie responderá ante la historia por disparate de haber retrasado el confinamiento durante dos semanas clave para frenar la pandemia, con el único fin de darle bola a las feministas radicales celebrando un 8-M multitudinario. No habrá castigo para las autoridades gubernamentales que dejaron a los sanitarios sin protección frente al COVID-19 y que nos recomendaron no usar mascarillas porque eran incapaces de comprarlas. El Doctor Sánchez no pagará cara la osadía de colocar a un filósofo escoltado por un pánfilo meapilas al frente del equipo sanitario para combatir la pandemia. No habrá castigo por engañar a todos los españoles inventándose una comisión de expertos que nunca existió y en la que día a día se basaban el ministro y el responsable de emergencias para justificar sus disparatadas decisiones.

Ni siquiera conseguiremos un mínimo diagnóstico de lo que supuso la actuación de las comunidades autónomas en el manejo de la desescalada, un análisis que podría acometerse en estos momentos, cuando batallamos de pleno en la ‘nueva normalidad’ sanchista, que es tanto una fiesta del caos y el descontrol en todo el país. Para ello sería necesario que dispusiéramos de datos actualizados y coherentes, que es tanto como pedir peras al olmo. Tras cinco meses de pandemia, en el Ministerio de Sanidad siguen sin saber sumar y tanto Illa como Simón no han aprendido a elaborar una hoja Excel con los números de contagiados y fallecidos. Cada día faltan o sobran: nunca cuadran.

A ojo de buen cubero, por lo que viene filtrando el Ministerio de Filosofía Sanitaria en los últimos días, parece que no existe una relación directa entre los ritmos de desescalada en cada autonomía y la actual oleada de rebrotes. Los territorios que, como Castilla y León, fueron despacio y dieron prioridad a las medidas contra la epidemia frente a la dinamización de la economía, no han tenido premio, mientras que las regiones más avanzadas en la desescalada tampoco han sufrido un castigo especial por su atrevimiento.

Tenemos el caso de Galicia, Canarias o La Rioja, que avanzaron en vanguardia hacia la normalidad, y que ahora figuran entre las autonomías con más control de los rebrotes, pero tenemos también al País Vasco y Navarra, que se adelantaron en el paso de fases durante el estado de alarma y que ahora son de lo peorcito de España. Extremadura avanzó en el pelotón de cabeza y ahora está con un número de casos semejante al de Castilla y León, mientras Murcia que también entró en Fase 1, 2 y 3 de las primeras, ahora se mueve en cifras muy preocupantes.

Las cuatro provincias de Castilla y León (Salamanca, Ávila, Segovia y Soria) que llegaron las últimas a la ‘nueva normalidad’ junto con Madrid, están en una zona templada, mientras que la capital de España se dirige con paso firme hacia el contagio colectivo y descontrolado. Parece que la gravedad de la segunda oleada en la que estamos inmersos no depende de lo ocurrido durante el estado de alarma sino de otros factores, como la buena gestión del rastreo (en Castilla y León todavía no ha sido desbordado), del turismo playero o de la permisividad ante el ocio nocturno descontrolado, los botellones y los acontecimientos sociales.

Todo son impresiones, porque datos rigurosos, análisis y explicaciones de lo que está ocurriendo, con este Gobierno de titiriteros, nunca los tendremos.

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