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Este año el virus maldito nos hizo perder la primavera, las dulzuras de abril (a Sabina ya le habían robado el mes entero) y buena parte de los aromas de mayo. Pero miles de personas perdieron la vida, lo cual es peor. Duele cuando una de esas personas es un médico amigo de la infancia, compañero de deberes colegiales, entregado a su trabajo hasta el último día en que el zarpazo del coronavirus lo llevó desde el Centro de Salud donde ejercía su profesión –su pasión-- hasta las urgencias hospitalarias, y de ahí al abrazo de la muerte, pero sin el abrazo de sus hijas.

Esta primavera echo de menos los paisajes por donde transitaron mis vivencias infantiles. Allá donde los ciclos de la naturaleza alargan perezosamente sus efectos tras los fríos invernales y ahora hermosearán en plena sazón. Los robledales estarán revestidos de un nuevo verdor y sus añosos troncos recubiertos de musgos verdinegros. Bajo el abanico de la bóveda celeste un artesonado de ramas y hojas cabecearán suavemente en parpadeos discontinuos al compás de la brisa mecedora. Como cada año.

Allí, todo invita a la calma bajo el halo de la fronda tupida, como un gigantesco palio de verde con infinitas tonalidades irisadas, opalescentes. La naturaleza parece asentada en un estado de equilibrio perfecto, de sosegada armonía, de serena belleza. En mi memoria revivo el crujir de los ramajes secos y retorcidos que al caminar me hacen sentir el sofoco resignado de las hierbas que se doblan y aplastan o las raíces atormentadas que, como venas a flor de piel, serpentean entre los matojos en busca del sol. En ese mallazo vegetal alfombrado y multicolor donde se entremezclan aulagas y achaparrados gorbizos, contemplo a los insectos de nueva hornada que huyen en tropel sobrevolando árgomas, endrinos y arandaneras.

Intuyo bajo la tierra las huras y oquedades de esa pequeña fauna que, sobresaltada por la presencia de un ser extraño y peligroso –el ser humano—, busca refugio en la hondura de las madrigueras. Al otro lado del camino los pastizales despiertan con nuevos ímpetus tras la modorra invernal. Hasta la pradera descienden a borbotones por veneros y regatos las aguas cantarinas que vivifican los pacederos llevando consigo los últimos latigazos gélidos de las nieves derretidas en las alturas. Junto al río los chopos, fresnos, avellanos y abedules de corteza plateada se disputan el espacio con las mimbreras. En el remanso de láminas ondulantes juguetean, vivarachas y confiadas, las truchas. Y en el huerto veo en mi imaginación la habitual muralla de rosales bravíos que circunda los frutales rabiosamente florecidos al compás de otro mayo palpitante. Este año la primavera está perdida, lo sé; pero, como escribió el poeta romántico inglés, “no por ello anegaré mi vida en la tristeza”.

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