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Ojalá fuera tan sencillo como servirnos de un pin parental para garantizar la protección de nuestros hijos! Pero hay facetas de su educación que formatean su desarrollo y su personalidad mucho más que las extraescolares y que nos están siendo sustraídas ante nuestras propias narices, por espurios intereses económicos ante los que nos sentimos prácticamente impotentes. “Más del 80% de los jóvenes del mundo civilizado ver pornografía a diario”. No lo digo yo, lo dice Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría. El último y más cercano estudio, con encuestas realizadas también en Castilla y León y presentado el pasado mes de diciembre, señala como edad promedio de acceso los 14 años, aunque registra casos desde los 8, una edad a la que los niños y las niñas ni siquiera han alcanzado la pubertad. Y si menciono a los niños y a las niñas en lugar del pragmático y aseado plural no es porque haya sucumbido al imperativo lingüístico de distracción de las Unidas y los Podemos, y de todos los demás que sacan igualmente tajada electoral de la forzada multiplicación de artículos determinados, sino para enfatizar que, aunque el sexo masculino es más proclive a la adicción, el femenino se ve igualmente afectado. “La pornografía degrada al ser humano, lo rebaja, lo convierte en alguien que solo es capaz de ver en la mujer un objeto de disfrute, la posibilidad de un contacto sexual”, sigue el psiquiatra sobre la industria audiovisual de la que hoy por hoy depende en gran medida la educación sexual y afectiva de nuestros angelitos. Patrick F. Fagan, que ha estudiado el asunto para la Heritage Foundation, además de constatar la desorientación y los problemas de desarrollo que causa en una etapa vulnerable como es la adolescencia, amén de otras distorsiones en la percepción de la sexualidad real, advierte que “la pornografía fomenta la idea de que la degradación de las mujeres es aceptable”. Por no hablar de la pornografía infantil, que no debería llamarse así, sino más bien “documentación audiovisual de abusos sexuales a niños (y niñas) indefensos para excitación y disfrute de degenerados (y degeneradas?)”. Todo este material circula impunemente y de forma gratuita en Internet, además de múltiples soportes de pago. Su omnipresencia hace imposible para los padres contrarrestarlo, a menos que se mantenga a los niños en una burbuja. Y el Estado, que es quien tiene fuerza legal para poner freno a este foco de indeseable cultura heteropatriarcal, por hablar un leguaje que todos puedan comprender, se desentiende de sus hijos (por lo visto son suyos) y mira hacia otro lado.

¿Cómo es posible que la pornografía pague un IVA del 4% cuando un teatro de guiñol o un cuentacuentos pagan el 10%? ¿Cómo es posible un debate político sobre si el sí es o no un no, mientras hacemos como que no vemos esa masiva propaganda y celebración de las violaciones? ¿Cómo es posible que la ministra de Igualdad pierda un solo minuto de su tiempo valorando la aceptabilidad gramatical de la expresión “Consejo de ministras”, mientras consiente los supuestos sinónimos con los que la dignísima palabra “mujer” es sustituida de forma pública y generalizada en los vídeos pornográficos, entre los que podemos citar “perra”, “agujero”, “cerda” o “comepollas”? Estamos hablando de 87 billones de reproducciones por 21,2 billones de usuarios en un año y solamente en uno de los servidores de vídeos gratuitos. Los expertos consideran que hasta el 50% del contenido de Internet consiste en vídeos con terminología como la que acabo de mencionar.

Si trato de traducirlo a términos feministas es para intentar llamar la atención de un gobierno al que la mitad de sus miembros parece haber llegado principalmente por ser mujer, para “igualar”, hablando su propio lenguaje. Pero habrá lectores, estoy segura de ello, para los que este discurso resulte una barata simplificación. A ellos dedico estas últimas líneas. Byung-Chul Han, catedrático de Filosofía en la Universidad de las Artes de Berlín, define la pornografía como “un mal de la sociedad, que hace desaparecer la seducción, la comunicación y se convierte en algo obsceno donde los cuerpos se cosifican y las mujeres son vejadas, humilladas y violentadas”. La normalización de este tipo de contenido es alarmante. Que el gobierno haga como que no lo ve es desalentador porque ahí es donde se juega hoy el partido del feministo. La sociedad civil necesita ayuda del Estado para evitar la impune deshumanización que expande un producto audiovisual gratuito y adictivo, que cultiva una cultura de dominación y manada, y que despoja de su dignidad tanto a los hombres como a las mujeres, pero especialmente a estas últimas. Y no hablar de ello, mantener el tabú, excluirlo del debate público, no contribuye a la solución, sino al problema.

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