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Hoy, domingo electoral, no se puede pedir el voto para ningún partido, pero sí se puede, y se debe, pedir a los votantes que acudan a las urnas en una cita trascendental para la historia de España.

Se ha convertido en un lugar común esto de las citas trascendentales, porque cuando se acercan siempre nos lo parecen así. Para ser sinceros, todas las elecciones generales desde el principio de la democracia, desde el 15 de junio de 1977, han sido muy importantes, pero yo creo que trascendentales, esenciales para el devenir de nuestro país, lo han sido solo las dos primeras y las tres últimas, incluida la que nos ocupa este 10-N. Porque desde la sublevación de las autoridades catalanas en 2014, con aquel primer remedo de referéndum convocado por Arturo Mas, los españoles nos jugamos nuestro futuro cada vez que depositamos la papeleta del Congreso y el Senado en la urna correspondiente. Nos jugamos el ser o no ser.

También es un lugar común pensar que los ciudadanos hemos votado mayorías absolutas o pactos de gobierno. Esa interpretación resulta más dudosa, ya que los españoles votamos al partido que nos gustaría que gobernarse en solitario, y sobre todo, desde los albores de la democracia, votamos para que no gobiernen ‘los otros’, los del partido al que odiamos tiernamente.

Son los líderes de las formaciones políticas que llenan el Parlamento los que deben interpretar los resultados y tomar nota del recuento. Esa lectura de simple raíz matemática a veces lleva a la conclusión de que se requieren acuerdos entre dos o más partidos para gobernar España. Así ha ocurrido en la mitad de las convocatorias y así va a ocurrir este domingo, si una sorpresa mayúscula no lo impide.

Así que hoy no vamos a votar pactos, sino a nuestro líder o nuestra formación preferida, pero todos confiamos en que esta vez los protagonistas se pongan de acuerdo para sacarnos del peligroso atolladero en el que llevamos atascados desde hace tres años. La repetición de elecciones tras otro bloqueo sería ahora inaguantable.

Algunos teníamos la esperanza de que esta segunda vuelta podría permitir un nuevo panorama, confiábamos en que de abril a noviembre cambiaría el escenario y pensábamos que cualquier salida, incluida la nueva convocatoria a las urnas, era mejor que un gobierno ‘zombie’ del PSOE con neocomunistas y golpistas. Sigo pensando lo mismo, pero ha llegado el momento de aceptar cualquier combinación que permita un Ejecutivo fuerte, capaz de enfrentarse al reto cada día más violento de los separatistas.

Porque todo hace prever que el Parlamento que surgirá hoy de las urnas no va a diferenciarse mucho del ‘ingobernable’ que ya hemos padecido en los últimos siete meses. Salvo sorpresa mayúscula, Pedro Sánchez rondará los 123 escaños que obtuvo en abril, Pablo Casado engordará los 66 que tenía hasta ahora pero sin sobrepasar el centenar, Iglesias menguará pero tampoco demasiado, Rivera perderá su condición de llave en solitario y Abascal quedará como el grito del cabreo sin querer (ni poder) contribuir a la gobernabilidad. Hay una posibilidad de que el PP supere al PSOE, al menos así lo cren en Génova 13, pero ni la vaticina ninguna encuesta ni resolvería el sudoku, porque en ningún caso el centro derecha llegaría a la mayoría absoluta.

Pese a esa endiablada aritmética, por encima del cansancio y del hartazgo respecto a cómo se han comportado hasta ahora los aspirantes a la Moncloa, hoy tenemos, más que nunca, el deber de ir a votar, porque nuestro país nos necesita. Y debemos hacerlo al partido que mejor pueda defender la integridad de la nación contra el ataque de quienes trabajan para destruirla, al partido que al mismo tiempo nos asegure la aplicación de medidas valientes y eficaces contra la nueva crisis que nos tiene ya cogidos por el cuello.

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