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Si algo hemos aprendido todos en estos largos diez meses que llevamos de abrumadora pandemia es que el coronavirus se expande a una enorme velocidad. Y el turbo que le ha metido la cepa británica a esta tercera ola dejaría en la cuneta a su propio compatriota Lewis Hamilton.

Sin embargo, vemos a diario una lentitud excesiva, rayana a la pachorra, a la hora de tomar decisiones que intenten frenar su crecimiento por parte de prácticamente todas las administraciones.

A las pruebas me remito.

Reunión del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud del pasado miércoles. Ocho comunidades autónomas reclaman al ministro de Sanidad, Salvador Illa, herramientas legales para endurecer las medidas restrictivas ante una situación pandémica absolutamente desbocada. La cachaza de la respuesta del filósofo resulta exasperante: “La propuesta será estudiada...”. No será por él, desde luego. Hoy mismo abandona físicamente el barco -su mente lo lleva haciendo desde finales de diciembre- dejando como herencia récord de contagios y un reguero de muertos. Gracias, “salvador”, que le vaya bonito.

Lunes, 11 enero. La Junta de Castilla y León notifica que Guijuelo presenta una incidencia de más de 1.500 casos por cada 100.000 habitantes en la última semana. Siete días después, el 18 de enero, la tasa de contagios se había duplicado. Al día siguiente, ya había superado la barrera de los 4.000 y se convertía en el municipio de Castilla y León con la tasa más elevada. Han tenido que pasar cinco lunas para que la consejera de Sanidad, Verónica Casado, se decida a anunciar un cribado masivo de antígenos de segunda generación en la villa chacinera para este jueves, 18 días después de que saltaran todas las alarmas. No es la primera vez que ocurre. En diciembre hizo gala de la misma indolencia y en el misma localidad. Ciudad Rodrigo y Ledesma también han tenido que esperar a que la escudera de Igea se desperece. Béjar y Terradillos ya llevan cinco días al límite. Ahí lo dejo.

Mediados de enero. Un rastreador llama a un amigo para darle la triste noticia de que ha sido contacto estrecho con una persona contagiada por COVID-19. Al día siguiente -¡bien!- tiene cita en el centro de salud de Capuchinos para hacerse una PCR. El resultado -negativo, por fortuna- lo recibió a las 72 horas, cuando en la sanidad privada lo están ofreciendo en 24. Nadie ha comprobado si guardaba la correspondiente cuarentena de diez días. ¿Recuerdan cuando el Ayuntamiento informaba a diario de las multas que había impuesto la Policía Local en sus inspecciones en domicilios de personas con confinamiento obligatorio? Comprendo que con las más de 2.000 personas asociadas a brotes activos que hay en estos momentos en Salamanca resulta más complicado controlar si están cumpliendo su cuarentena. Pero hay que hacerlo. Nos va la vida en ello.

15 de marzo del año pasado. Comienzan a imponerse las primeras multas por no cumplir las normas que marcaba el estado de alarma. Desde entonces, hemos tenido tantas prohibiciones que resulta difícil no haber delinquido alguna vez. El Boletín Oficial del Estado publica a diario las sanciones por no llevar mascarilla, por saltarse el toque de queda, por fumar sin guardar la distancia de seguridad, por montar una fiesta en casa con más amiguetes de los permitidos... ¿Cuántas se han cobrado? En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, solo se han ejecutado 454 de las 70.000 multas impuestas por infracciones del COVID. Aguardo con interés el dato de cuántas se han recaudado en Castilla y León.

Y de la vacunación, mejor no hablar. Un estudio ha revelado que España no terminará de estar vacunada al actual ritmo hasta junio de 2023. Con todas las fichas puestas en el tablero apostando a la vacuna -esta es la verdadera política en la actual gestión del coronavirus- es como para echarnos a temblar.

¿Cuánto tiempo hace falta para que quienes nos gobiernan se den cuenta de que estamos en una situación de emergencia?

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