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Escribo todavía con el pálpito de los versos “¡O Fortuna!”, enaltecidos por la grandeza de la Plaza Mayor y que nos imbuyen de esa pagana incertidumbre arraigada en los corazones sin fe en el plan divino. ¿Qué será de nosotros en este devenir incierto, tras haber comprobado que no tenemos garantizadas necesidades tan básicas como la de poder salir de casa, abrir nuestro negocio o ver a los nuestros cuando se nos antoje, cuando hemos perdido la certeza de que nos atenderá un médico si enfermamos, encenderemos la calefacción si hace frío, la lavadora si la ropa está sucia, o llenaremos el depósito del coche como parte de una rutina imperceptible. Los poemas goliárdicos nos han dado la bienvenida a esta nueva normalidad volátil y lo han hecho a lo grande. El lujo de este fin de semana ha sido uno de esos que solo los salmantinos podemos permitirnos, porque nosotros lo valemos, porque tenemos esa Plaza y tenemos esos coros y esos directores de coros, que mantienen vivo el espíritu musical de esta ciudad.

Lástima de megafonía, que impidió que la emoción llegase a la mitad posterior de la Plaza. Lástima que nadie reparase antes en que la Plaza no es una sala de conciertos en la que la acústica reverbera hasta el último matiz, sino que tiene por única bóveda la celeste, que se queda por derecho propio buena parte del celestial sonido. No quiero aguar la fiesta, pero estamos conmemorando los 20 años de la Capitalidad Europea de la Cultura y el criterio que cultiva el verdadero contacto con la Cultura nos lleva, en primer lugar, al análisis autocrítico. Hacerle la pelota al alcalde y la concejala de Cultura en estas páginas, por muchos halagos que tengan merecidos, no contribuye en nada a la mejora de la vida cultural de los salmantinos. Más bien al contrario, aprovechemos el aniversario para hacer examen de conciencia y sigamos avanzando.

El pasado 2 de abril, como varios cientos de salmantinos más, me quedé a la puerta de la Catedral sin poder entrar a escuchar el Requiem de Mozart con la Joven Orquesta Ciudad de Salamanca. Las sillas para Carmina Burana se agotaron en pocas horas y hemos vuelto a ver la Plaza abarrotada.

La demanda de música sinfónica que hay en esta ciudad supera en mucho a la oferta y buena parte del público que desea disfrutar de ese bien tan escaso no lo logra nunca, sobre todo si hablamos de los salmantinos de mayor edad, para los que las colas y esfuerzos por conseguir entradas superan sus capacidades. En Salamanca hay un hambre de orquesta no satisfecho en el que conviene reparar, antes incluso de entrar en la eterna asignatura pendiente de la Cultura de Salamanca: la ópera. La afición por el bel canto en esta capital de provincia se sitúa muy por encima de la media europea.

La cantidad y la calidad de los coros que funcionan en Salamanca es muy destacable, a pesar de que sobreviven más a base de tesón e iniciativa personal que de apoyo institucional, y todos esos cantantes ansían alimentarse con obras corales y óperas de primera fila para las que apenas contamos aquí con sede apropiada.

En Salzburgo, en Bayreuth y en los Festtage de Berlín, me encuentro con aficionados salmantinos errantes, los pocos que pueden permitirse esas escapadas, y el lamento se repite año tras año en las pausas: el desierto local. Esa desnutrición bien merece un do de pecho de las autoridades. Si no nos da para contratar personal sanitario, recurramos al menos a la musicoterapia. Reír por no llorar. Pero la demanda es seria y nos incumbe a todos. Si queremos presumir y disfrutar de capital cultural, tendremos que mojarnos también los salmantinos y estar dispuestos a pagar entradas por eso que decimos que valoramos tanto.

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