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Arranca el nuevo curso en las universidades españolas y lo hace en un ambiente que no invita mucho al optimismo. Por un lado, bajo los efectos negativos del panorama general español, de creciente incertidumbre ya no solo política sino también económica. Pero además ante retos internos a los que la Universidad debería dar respuesta con claridad y valentía.

Son ya demasiados los años de parálisis normativa, en los que se acumulan las evidencias de que el sistema universitario español necesita una revisión a fondo que los gobiernos nunca llegan a acometer. Un optimista diría, a la vista de algunas de las cosas que se dicen o se escriben, que mejor así, pues también hay margen -y mucho- para empeorar. Lo hemos visto este verano con la discusión suscitada por la dificultad que algunos investigadores de excelencia encuentran para acceder a las acreditaciones que permiten el acceso a los más altos escalones en la carrera académica universitaria. El problema podría solventarse con relativa facilidad mejorando los sistemas de evaluación y desarrollando de una vez nuevas figuras de profesorado en las que la dimensión investigadora prime sobre la docente. Pero la solución propuesta por algunos ha sido la de eliminar las agencias de evaluación que aseguran un mínimo de idoneidad a los candidatos y dejarlo todo en manos de las universidades, como si estas no hubieran demostrado en el pasado que en la decisiva materia de la selección del profesorado conviene que alguien las proteja de sí mismas. La clave se encuentra, como casi siempre, en otro lado: en la comprensión cabal de la universidad como un servicio público, que solo debe servir a los objetivos de producción de conocimiento y de formación de los estudiantes y que, como consecuencia de ello, está obligada a rendir cuentas, de verdad, ante la sociedad que la sostiene con sus impuestos. Bajo esa perspectiva, no debería resultar gratis para nadie seleccionar el profesorado desde criterios distintos a los de la calidad de los candidatos, ni debería tampoco dejar de primarse a quienes hacen bien las cosas. Pero esta cuestión está relacionada estrechamente con el que quizá sea el más importante de los problemas de la Universidad española, que es la organización de la gobernanza, cuestión que difícilmente, en el actual contexto político, alguien se atreverá a abordar.

El otro gran problema que arrastran las universidades españolas es el de la financiación. Y aquí también podríamos encontrarnos en una situación muy delicada, si se consolidan los síntomas de que estamos en vísperas de una nueva recesión económica. Produce escalofríos pensar en los efectos que podría tener en la universidad pública una nueva oleada de recortes que detuviera la aún incipiente recuperación de las plantillas o volviera a poner patas arriba el sistema de financiación de la investigación. En este sentido, resulta sin duda estimulante el reciente compromiso del presidente de la Junta de Castilla y León de asumir un incremento del diez por ciento en los presupuestos universitarios durante la legislatura autonómica que acaba de empezar y de hacerlo, además, incorporando al reparto criterios de competitividad que se vienen demandando, particularmente por nuestra Universidad, desde hace ya muchos años. Pero mejor frenar los entusiasmos si, como titulaba un periódico nacional este mismo fin de semana, “las autonomías diseñan a ciegas las cuentas de 2020 al desconocer los ingresos”.

Por otro lado, en la Universidad de Salamanca el curso afronta, entre otros desafíos, el de la discusión de un nuevo Plan Estratégico, encargado de definir qué queremos ser y, por tanto, hacia dónde queremos avanzar y cómo pensamos hacerlo en los próximos años. Un punto de partida debería quedar claro desde el principio, por más que pueda decepcionar a algunos: no es posible caminar en todas las direcciones al mismo tiempo. Habrá que priorizar, determinar qué es lo que más nos importa y qué importa menos. O sea, mirar más allá del día a día y dejar meridianamente claro que una cosa son los intereses de la institución -que deberían coincidir con los de la sociedad en su conjunto- y otra la de los universitarios que ocasionalmente nos encontramos en ella.

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