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El primer paseo de esta etapa de alivio ha sido un paseo sin rumbo, chequeando que los principales elementos de la ciudad histórica seguían ahí, que nadie se los había llevado con nocturnidad, alevosía y pandemia. Alivio de luto, diría Sabina, de un luto que puede dejar en fiesta el lorquiano de la casa de Bernarda Alba, de imposible lectura estos días salvo que uno sea masoquista. Un paseo más atento al entorno, escuchando una playlist de canciones vinculadas a la serie “The Good fight”, una serie política, de esas que en España son imposibles, y me pregunto por qué. Un entorno de locales cerrados y carteles de traspaso en los bares como reacción a las medidas de apertura, que suenan a motín. El motín de los hosteleros, que se une al del pastelero, protagonizado por el gran impostor Gabriel de Espinosa, en 1595, que suplantó la personalidad de Sebastián I de Portugal; al de los “papeles” del Archivo de la Guerra Civil, y al de los papeles, a secas, en 1596, que es citado en “La Reina del Tormes” por Fernando Araújo como una reacción a la orden de Felipe III de prohibir comedias si había conclusiones en la Universidad, aunque Modesto Falcón, en su “Salamanca artística y monumental”, dice que fue una protesta contra la orden de extraer ciertos papeles del archivo universitario: igual fueron dos motines distintos; se une, igualmente, al motín de las mujeres en la década de los años veinte hartas de la carestía especulativa del pan, y a los motines estudiantiles, tan frecuentes, como el que se cuece en internet por las incertidumbres del final de curso o al que barrió a Godoy de Salamanca en 1808, réplica del Motín de Aranjuez. La naturaleza también se ha amotinado estos días de ausencia y nos deja una idea de lo que puede pasar si en algún momento la especie humana desaparece del planeta. A los hosteleros no le salen las cuentas –tampoco a los clientes– y de ahí el motín.

El radar me decía que era observado, pero uno, también, se fijaba en los ojos sobre las máscaras reconociendo presencias y ausencias y comprobando el amotinamiento del cabello durante estas semanas. A la escultura de mi plazuela, una alegoría de los juegos infantiles, le han puesto mascarilla. En Salamanca tenemos un parque de escultura alegórica muy interesante, que obliga este Día de la Madre a recordar las maternidades de Bustos Vasallo y Marino Amaya, ésta en Huerta Otea, inaugurada hace trece años otro Día de la Madre, o a la madre de la familia de Juan Pérez González donde estuvo la Puerta de los Milagros, junto a la Vaguada de la Palma. Tenemos en la escultura local a grandes maestros de la talla alegórica, como Valeriano Hernández o Severiano Grande. Será el de hoy un Día de la Madre raro, sin paseos familiares, entre exclamaciones que recuerdan a la madre que parió al virus; madre mía por aquí y por allá al escuchar el parte de cifras; recordando cuánto desconocemos de la madre del cordero de esta pandemia, mientras exhalamos un ay, madre, pensando en lo que se nos viene. Y eso que parece que lo peor pasa y salimos de esas estampas oscuras como las pinturas negras de Goya, y aquí estamos, canturreando, sin querer, el pisando las calles nuevamente, como cantó Violeta Parra, sin rumbo fijo y no más allá de un kilómetro de casa. Nos hemos echado a la calle, pero no al monte (de momento) y salimos a correr, pero no lo hacemos corriendo, y al salir, descubrimos que no caminamos solos, como reza el himno del Liverpool y del añorado Michael Robinson, gran seguidor y mecenas del rugby, que se nos ha ido esta semana.

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