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Sucedió en 1891, hace 128 años. Ahora nadie o casi nadie ha oído hablar del asunto, pero en su tiempo el hecho convulsionó a la sociedad salmantina y abrió un prolongado periodo de tensiones públicas y privadas. Me estoy refiriendo a los acontecimientos que rodearon a la muerte de Mariano Arés y Sanz, catedrático de Metafísica de la Universidad y filósofo krausista. Arés, situado al margen de la Iglesia católica, rehusó al morir los auxilios espirituales que se le ofrecían y por ello el obispo de la diócesis, el Padre Cámara, impidió que su cadáver recibiese sepultura en el cementerio eclesiástico y obligó a que se le enterrase en el civil, en realidad una especie de corralillo anejo al católico. El funeral por Mariano Arés, persona muy apreciada por los salmantinos, gracias sobre todo a su labor en la Junta de Colegios, que dispensaba becas para estudiantes sin recursos, resultó sin embargo multitudinario. Y el obispo Cámara respondió con una reprensión pública de cuantos participaron en él, censurando especialmente la conducta de los profesores de la Universidad que estuvieron presentes, desde la idea de que “basta que la Iglesia declare la apostasía de uno de sus hijos (...) para que todo honor que se le otorgue lo tenga la religión como ofensivo”. El Ayuntamiento, el Claustro Universitario y la prensa fueron escenario después, durante muchos meses, de una notable conmoción en la que se sucedieron encendidos debates, presiones, denuncias y amenazas. El acontecimiento había servido como catalizador de conflictos latentes en la sociedad salmantina de su tiempo. Algunos de dimensión local, como la ofensiva que el Padre Cámara protagonizaba entonces para que la Iglesia reocupase todos los espacios públicos. Otros de índole más general, en particular el problema de las relaciones entre la Iglesia y Estado y, más concretamente, el de los márgenes con los que contaba la libertad de enseñanza dentro de un Estado confesionalmente católico. Un asunto que está en la médula de la historia de la Universidad española de la segunda mitad del siglo XIX.

Parecía improbable que aparecieran nuevos datos sobre aquel gran escándalo, pero afortunadamente no ha sido así. La Universidad de Valencia publicó hace unos meses, editadas por la profesora Nuria Tabanera, las memorias de Manuel Castillo Quijada, en realidad una especie de autobiografía escrita por el autor para sus hijos, sin el propósito de que fueran publicadas, pero que finalmente han visto la luz por el empeño de los administradores de su legado y de la propia Universidad. La prolongada vida de Castillo transcurrió entre su nacimiento en Madrid en 1869 y su muerte en 1965, en Ciudad de México, en el exilio, y conoció, como era de suponer, no pocas vicisitudes. Entre ellas, las de su vida en Salamanca, durante ocho años, entre 1889 y 1897, donde ocupó una plaza en la Biblioteca de la Universidad, impartió clases en centros de segunda enseñanza, escribió en los periódicos y ejerció una cierta actividad política dentro del republicanismo. A este periodo dedica Manuel Castillo una parte de sus memorias, prestando atención especial al “caso Arés”, sobre el que ofrece algunas referencias inéditas cuyo principal interés estriba en el hecho de que Castillo mantuvo una estrecha amistad con el catedrático e incluso le acompañaba en el momento de su muerte.

Pero estos detalles, que aclaran algunas de las circunstancias que concurrieron en aquel acontecimiento, son hoy solamente materia para historiadores. Aquellos hechos convulsionaron a la sociedad salmantina y se mantuvieron en la memoria colectiva durante años, como recordaba Unamuno en la década de los treinta, evocando la época de su llegada a Salamanca. Pero después, en algún momento, por la razón que fuera, desaparecieron, mientras otros tomaron el relevo. Estamos ante un buen ejemplo del carácter restrictivo de la memoria, tanto de la particular como de la colectiva, siempre parcial, siempre subjetiva. Y tan distinta de la historia, que debe aspirar a otra cosa, nada menos que el conocimiento de la verdad, por más que este sea un objetivo inalcanzable. Por esa razón, porque las memorias históricas son siempre muchas, mejor, sin duda, memorias que memoria.

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