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Sostiene un amigo que la evolución humana desde Atapuerca para acá ha sido un camino hacia la civilización, a lo largo de decenas de miles de años, marcado por el paso del mito al logos. Somos humanos civilizados porque hemos pasado de los cuentos maravillosos de las cavernas al imperio de la razón como principio universal. Este amigo defiende que ese avance lineal de la Humanidad, desde el hacha de sílex hasta el teléfono móvil, dejando atrás los oráculos de los brujos para abrazar las leyes de la ciencia, se ha visto interrumpido, de forma brusca y dramática, por la epidemia del coronavirus. Al menos eso es lo que habría ocurrido en esta España de los Illas y los Simones, que nos han devuelto a los tiempos de la hechicería imponiendo una larga lista de números sagrados, según el atinado análisis de mi colega.

Solo así, admitiendo la existencia de un punto de ruptura en la continuidad del progreso del hombre hacia la ciencia, puede entenderse que los españoles hayamos aceptado el carácter mágico de los números con los que el Gobierno nos pastorea hacia lo inverosímil, en medio de este caos sin horizonte provocado por la pandemia.

Nos bombardean con cifras, dígitos y porcentajes que brotan de los labios del ministro de Sanidad y de su ayudante Simón y nosotros acatamos porque los consideramos ungidos a ambos de un aura de irrefutabilidad, como si sus arbitrarias cifras y porcentajes se hubieran convertido para nosotros en guarismos que ascendieran al cielo de lo incontestable una vez son lanzados a los medios de masas por esta pareja de gurús de la seudociencia.

Uno de sus altares lo han erigido Simón e Illa en torno al número seis. Un dígito que, hace la friolera de dos mil seiscientos años, un tal Pitágoras consideraba como número de la suerte, la cifra perfecta por ser al mismo tiempo la suma y la multiplicación de uno más dos, más tres. A Pitágoras en su ciudad natal, Samos, no podían ni verlo, y tuvo que huir de Grecia a Egipto y luego a Italia (entonces Magna Grecia) porque tenía hartos a sus paisanos con tanto numerito. Pitágoras era un tipo serio y lo pagó caro. En cambio, veintiséis siglos después, llega nuestro Fernando Simón, un tipo con pelos de brujo y voz de nigromante, y nos dice que las reuniones de más de seis personas representan la maldad, la enfermedad y la perdición, mientras que si son de seis o de cinco o menos, nuestra inmunidad está asegurada. Y a este mañico de Zaragoza no lo mandamos al exilio en Haití, por poner un país apropiado para las supersticiones, sino que le hacemos caso a pies juntillas, porque el número seis se ha convertido en sagrado.

Las visiones matemáticas de la pareja de hechiceros del Gobierno rigen como leyes de la ciencia anticoronavírica y funcionan como recetas portentosas de la epidemiología. Ellos han lanzado a la fama al número 500, que nunca gozó de un gran prestigio entre los expertos en numerología. Según las Tablas de la Ley del Ministerio de Sanidad (rebautizado ya como Misterio de Santidad), con 499 contagiados por cien mil habitantes en catorce días el ciudadano puede vivir en libertad, corretear por valles y montañas, atravesar fronteras y visitar a sus lejanos congéneres sin amenazas para su salud... pero, ay, si la cifra de enfermos salta por encima del temido quinientos, entonces el ciudadano pierde su libertad y debe permanecer cercado en su aldea guardando ayuno y abstinencia de viajar. Salvador y Simón, santos y aspirantes a mártires, así lo han decretado, sin más base científica y sanitaria que la fe y la credulidad que inspiran en el pueblo sus cifras mágicas.

Con la misma fe que aceptamos el 500, porque lo dice el Misterio, hemos asumido los españoles la distancia de metro y medio como escudo salvífico frente al contagio. Como si el virus tuviese dos patas y estuviese apeado, cual rocín, con una cuerda de 150 centímetros. Más cerca, muerde; un dedo más lejos, resulta inofensivo. Metro y medio: de ahí no pasa el COVID-19. Y nadie le ha preguntado al dúo Simón-Illa en qué se basan para marcan esa distancia, qué estudios, qué experimentos o qué pruebas científicas dan apoyo a sus cábalas métricas.

Lo mismo ocurre con otros guarismos fantásticos de la religión simonillista, como ese tope del 35% de camas UCI ocupadas por enfermos de coronavirus, un porcentaje sin otra base médico-sanitaria que la creencia en lo enigmático. Justo hasta ahí aguanta cualquier centro hospitalario la presión asistencial, pero al llegar al 36% de ocupación de las urgencias por enfermos del virus (como ocurre en Castilla y León), la atención médica salta por los aires y por tanto hay que impedir el desastre confinando a los habitantes del enclave en peligro, en este caso Salamanca. ¿Han consultado los augures del Ministerio a algún gestor hospitalario para colocar el listón precisamente a la altura del 35%? ¿O era tan solo el número de un sueño del ministro filósofo, o una pesadilla del hombre de los pelos revueltos?

Con el virus los españoles hemos abandonado las cumbres del logos y hemos descendido a las cavernas del mito, renunciando a sustentar nuestro juicio en los avances de la razón y la ciencia, como el mono que no quiso bajar del árbol. Y lo peor de todo: nos dejamos impresionar por las cábalas matemáticas de una pareja que ni siquiera sabe sumar, como prueba su increíble (por corta) cifra de fallecidos. Dos más dos son tres.

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