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Ha sido un carnaval sin máscaras ni mascarones –las mascarillas no cuentan—ni tampoco toros. Nada que ver con aquel carnaval salmantino retratado por Federico Fernández Villegas en su “Salamanca a fondo” con sus estudiantes, charras, mamarrachos, comparsa de los majos y otras figuras peculiares, algunas de las cuales dormían en la “churra” o calabozo por sus excesos. Eso era en el siglo XIX. Contaba el escritor salmantino que “el carnaval huye de las calles y se refugia en los salones, de donde no tardará mucho en desaparecer”, y en efecto, el carnaval tuvo su asiento en el Liceo, Bretón, Casino y otros locales, entre otros motivos por el frío, igual que hoy el carnaval se ha atrincherado en el Ciudad Rodrigo del añorado “Pesetos”, en los colegios infantiles y se ha desparramado por todo el curso en las fiestas de facultades y sus disfraces. Fracasó el intento de tener un carnaval salmantino moderno, heredero del que tenía lugar antes de la Guerra Civil, y hoy es un recuerdo por las calles del barrio de Labradores. En aquel carnaval decimonónico, decía Fernández Villegas, salía a la calle “lo más grotesco y chocarrero que encierra Salamanca” eran días de “locura oficial”. Hoy, la locura oficial es otra: mascarilla y confinamiento a la manera de la rigurosa Bernarda Alba, de Federico García Lorca, que tanto nos recuerda a Igea y Casado, hoy vapuleados por el Tribunal Supremo, y cociendo su respuesta para mañana. Y así, la diferencia entre este Miércoles de Ceniza o de Corvillo y el Martes de Carnaval de ayer es ninguna, porque este año ha tocado “no carnaval”, como tocará no Semana Santa y ya veremos el Lunes de Aguas. Ayer y hoy, todo es lo mismo. Entramos en la cuaresma con esa desgana que nos ha inoculado la pandemia y sólo alivia, en parte, el buen tiempo, pero no inmuniza.

Estos días de sol y vacaciones escolares la ribera del Arrabal era un festejo, como un Lunes de Aguas al sol adelantado, con corros de jóvenes a sus asuntos y paisanos caminando como si no hubiera un mañana, que igual no lo hay. De ahí cerca, del Teso de la Feria, salía este Miércoles de Ceniza la procesión de las pupilas de la Casa de la Mancebía, dicen las crónicas, para un retiro de cuarenta días y cuarenta noches: su cuarentena. Mientras, el resto del personal se aplicaba en casa en lavarlo todo muy bien para evitar el contagio de la carne y en especial del tocino: “todo lo faz lavar a las sus lavanderas”, dice el Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en “El Libro del Buen Amor”. Hoy nos aplicamos al hidrogel y al sanytol con una devoción extraordinaria, como antes se aplicaban nuestros mayores al abadejo seco y reseco, momificado, para esquivar la carne.

La cuaresma con lamprea es menos cuaresma. Esa lamprea que se convierte en estas fechas en estandarte de unas jornadas de “Casa Paca”, donde Germán Hernández las exhibe como si la lamprea fuese el bicho más hermoso del mundo. Y no, la lamprea es sabrosa, exquisita, pero fea como un demonio, como corresponde a un bicho que ha sobrevivido a los dinosaurios. La lamprea encandiló a griegos, romanos y gallegos, como Gonzalo Torrente Ballester, que las inmortalizó en su “Saga/ Fuga de JB”, como Alejandro Dumas lo hizo en “El Conde de Montecristo”, y hoy abduce a los picos exigentes. No conta que el Tormes tuviera lampreas, pero vaya usted a saber. De momento, cuelgo la cuaresmera y pongo el bacalao a remojo para el potaje.

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