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En los manuales sobre cómo no hacer el ridículo en la escena internacional figurará a partir de ahora, como primer ejemplo de comportamiento patético, el paseíllo de medio minuto de Pedro Sánchez mendigando unas palabras de reconocimiento por parte de Joe Biden. El segundo capítulo de las instrucciones para una buena política exterior estará también protagonizado por el presidente del Gobierno de España y en él se explicará la peor manera de mentir a los ciudadanos: alardeando del amplio y extenso contenido de una conversación que duró menos de lo que se tarda en pagar un taxi.

Sánchez y su equipo de ilusionistas siguen sin interiorizar que han perdido la capacidad para engañar al pueblo español. No se han dado cuenta todavía de que tanta trola ha terminado por cansar a la ciudadanía, que ha acabado por calarles y, al menos desde el ‘ayusazo’ del 4 de mayo, ya no traga.

No hubiera sido tan grave el fracaso de titular del Ejecutivo si la Factoría de Fantasías Redondo no hubiera vendido ‘a lo grande’ el encuentro ‘galáctico’ con el presidente de los EEUU. Al fin y al cabo, había veintisiete países reunidos en la cumbre de la OTAN en Bruselas, y el achacoso Biden no tenía ni el tiempo ni la energía necesarias par dedicarle media hora a cada uno. Sánchez consiguió saludarle persiguiéndole como un perrito faldero, y punto. Que tampoco está mal si no hubiera dado esa imagen de pesado buscador de autógrafos.

El Reino de España tiene un grave problema de política exterior, que va mucho más allá del poco o nulo aprecio del sucesor de Donald Trump por el sanchismo. El problema es que Sánchez lidera el único gobierno comunitario en cuyo seno tienen mando los comunistas, en este caso los bolivarianos de Unidas Podemos. Es también el único Ejecutivo de los países desarrollados que vive del apoyo parlamentario de partidos golpistas, separatistas y filoterroristas. Con esas dos lacras, no es de extrañar que cualquier presidente de los Estados Unidos tenga tantas ganas de charlar con Sánchez como de dejarse arrancar tres muelas de un golpe.

El drama de la política exterior de España es que, desde la llegada del social comunismo al poder, nuestro país se ha convertido en un actor irrelevante en el mundo. Ni pincha, ni corta. Nos chulea Marruecos, por cierto con el apoyo moral de Estados Unidos, y nos ignoran en Europa, en cuyas instituciones apenas hay españoles con poder, salvo José Borrell, cuyo cargo de Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Común es mucho más largo que sus escasas competencias y bastante más corto que su lista de errores.

Biden acabará por recibir a Sánchez cuando toque, porque España sigue albergando importantes bases norteamericanas y no ha dejado de ser un aliado fiel con gobiernos de derechas y de izquierdas. Pero eso no le vale ahora a nuestro presidente del Gobierno, que necesita de forma urgente un éxito internacional para frenar el imparable deterioro de imagen sufrido desde el revolcón electoral en Madrid.

Para Sánchez, un éxito ahora, en cualquiera de los frentes internos o externos, sería la única manera de endulzar ese trago amargo que supondrá la impresentable concesión de los indultos a los rebeldes catalanes. De seguir en la senda del fracaso, las encuestas acabarán por confirmar el desprecio que sienten hacia Su Persona una gran mayoría de españoles. Y está en el buen camino.

Necesitaba una inyección de autoestima y sus asesores áulicos intentaron convertir la foto del pasillo en Bruselas en un encuentro en toda la regla. No ha colado, pero ha sido suficiente para que los altavoces mediáticos de este gobierno, que tiene muchos y poderosos, movieran el botafumeiro en honor de Su Sanchidad.

No le salió la jugada con Biden, pero al resiliente de La Moncloa le quedan otros trucos, como el de las mascarillas, al convertirse en el primero en anunciar su desaparición de las calles. Lástima que el asunto sea de competencia de las autonomías y se arriesgue a que, de nuevo, nadie le haga caso.

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