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Estoy charlando con unos colegas, filósofos y filólogos todos ellos. Son gente sabia y puesta al día (lo que con frecuencia presupone un profundo conocimiento del pasado). Yo intento parecer uno de ellos, y por eso elijo bien las palabras, las expresiones coloquiales, los argumentos: recuerdo que Aristóteles avisaba a sus discípulos recordando que muchas disputas se habrían desvanecido formando un solo párrafo si los discutidores, los propensos a disputas, se hubieran molestado en precisar el significado de los términos empleados en la discusión. Seguramente por esta razón G.K. Chesterton señalaba pícaramente que hay algo odioso en los argumentos: siempre interrumpen una buena discusión. Oscar Wilde resumía el mismo pensamiento de una manera más cruel: “Hay que eludir los argumentos: siempre son vulgares y a menudo resultan convincentes”.

La anécdota que me ocupa en esta columna tuvo como marco una cálida mañana de domingo del mes de agosto, y, como evento, un paseo de cuatro universitarios. El caso es que en un momento del pausado paseo (he observado, espero que acertadamente, que es práctica común entre las gentes de Letras, cuando caminan en grupo por las calles de la ciudad, pararse cada cuatro o cinco pasos, probablemente para enfatizar lo que se va diciendo).

A la altura del café Toscano más o menos, metí el freno (permítanme la figura) para destacar lo que iba a decir, merecedor de tan alto tratamiento por su calidad argumental. Estábamos hablando de política, de lo que nos habían dado y de lo que ya nos venían avisando que nos darían: “Se aproxima un invierno muy duro”, vaticinaban los taimados. Fue entonces cuando lo dije, confiando en su docta apariencia: “Lo mejor es enemigo de lo bueno”. ¿Qué quería decir con una sentencia tan rotunda? ¿Aludía, por ejemplo, a las pretéritas relaciones entre Messi y Cristiano Ronaldo?

No parece que sea así. La frase proviene de la lengua culta, y se despreocupa de los deportes más o menos populares. De hecho, “Lo mejor es enemigo de lo bueno” es una máxima que puede asociarse al fundador del Opus Dei, un hombre serio donde los hubiere. Al menos eso es lo que me dijo hace muchos años un reconocido académico. Otros, quizá con mayor sentido, piensan en Voltaire cuando oyen la frase, que, asociada a la paradoja denominada ‘del Nirvana’, avisa: en toda actividad humana es necesario un equilibrio entre los objetivos pretendidos y los recursos disponibles. Pero recuerden: seamos realistas; pidamos lo imposible.

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