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No han cambiado mucho las cosas, no se crean. En el primer capítulo de la segunda parte de ‘Don Quijote de la Mancha’ cuenta el narrador (Cervantes lo identifica con su célebre heterónimo, Cide Hamete Benengeli) cómo el cura y el barbero visitan al decaído protagonista para interesarse por su salud y conversar sobre lo divino y lo humano. Bueno, más sobre lo humano que sobre lo divino: la plática derivó enseguida hacia la política. Salieron temas nunca olvidados, como la razón de estado y los distintos modos de gobierno. Anota el autor que al cabo de unos minutos cada uno de los tres se había convertido en un nuevo Licurgo de Esparta, mítico legislador, o en un sabio Solón de Atenas. Con evidente retranca, Cervantes aduce que “de tal manera, renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua”.

En los períodos electorales, también transformados en Licurgos y Solones, muchos de nosotros ponemos en una fragua la república (esto es, la cosa pública) para eliminar los filos que nos disgustan o alarman. La televisión, la radio, la prensa escrita, con mil entrevistas y doscientos debates, nos ayudan a calibrar las virtudes o defectos de lo que comentan o proponen los profesionales del asunto: políticos, analistas, periodistas y politólogos (detesto esa denominación, pero me aguanto) nos informan, nos manejan, nos avisan, también nos aburren. Y eso es bueno, claro: recuérdese que en la Grecia antigua los idiotas eran quienes se desentendían de la vida pública.

Atiendo al caso de los políticos. Busco en mi cuaderno de citas las dedicadas a su profesión y me siento abrumado por la aspereza de muchos de los aforismos, que solo algunos merecen: aunque, es cierto, ‘algunos’ pueden ser más que suficientes. Por eso, las críticas son forzosas, y los reproches más que razonables. Ahí va uno: ¿cómo es posible que muchos candidatos al Congreso, especialmente en provincias, ni se molesten en darse a conocer de verdad a los electores que les votan en listas cerradas?

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