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Abel nació con una hidrocefalia que derivó en parálisis cerebral. En aquellos primeros años de agotadora lucha, sus padres, dos buenos amigos, me enviaron a Berlín el expediente médico del niño. Habían oído hablar sobre novedosas terapias de estímulo cerebral que se practicaban en Alemania y necesitaban saber si en el caso de Abel se podía hacer algo. Tras varias operaciones y con el trasiego de hospital en hospital, el expediente en papel pesaba ya más o menos lo mismo que el diccionario de la RAE en un solo tomo de la vigésimo primera edición. No cabía en una carpeta, así que lo enfundé en una bolsa de plástico, porque llovía, y lo metí en una mochila. Con él a la espalda pedaleé hasta el piso de techos altos en el que se había instalado otro buen amigo, Ralph, durante sus dos primeros años como médico residente en la Charité, el hospital universitario de la Humboldt por el que han pasado ocho premios Nobel de Medicina y Fisiología. Mi objetivo era que echase un vistazo y pudiese orientarme en la búsqueda, porque yo no sabía ni por dónde empezar. Y mi preocupación se centraba en cómo iba yo a traducirle a Ralph todo aquello, términos clínicos que no entendía del todo ni en mi lengua materna y para los que carecía de léxico en alemán. Pero no fue necesaria traducción alguna. Mientras yo me entonaba con una humeante taza de té entre las manos, Ralph se orientó perfectamente a solas en aquel galimatías e hizo un par de comentarios de diagnóstico. Escribió en un post-it el nombre del especialista al que podía recurrir, aunque anticipó que no había gran esperanza. ¿Cómo has podido entender algo si tú no hablas una palabra de español?, le pregunté, atónita. “Bueno, he estudiado latín”, me respondió, como si fuese una obviedad.

Efectivamente, en los Gymnasien alemanes, centros en los que se estudia la secundaria de excelencia, tanto los alumnos de letras como los de ciencias aprenden latín, en muchos casos como primera lengua extranjera y desde los 10 años de edad. Yo misma, como madre de alumnos, incorporé a la rutina de casa, durante largos años, una última tarea después de cenar y recoger juntos la mesa: el repaso de las tarjetas de vocabulario a modo de juego, porque cada mañana a primera hora había test. Incluso llegué a desempolvar el diccionario que tanto manoseé bajo supervisión de la madre Agustina, en las Teresianas, con la esperanza de que aquel ejemplar desencuadernado y con declinaciones y participios anotados casi en cada margen adquiriese una segunda vida. Pero fue en vano, porque en el Gymnasium se aprende latín sin diccionario, solo con la cabeza y, si hay suerte, quizá también con el corazón. Y no por ello los alumnos salen menos preparados para el siglo XXI. Yo diría que al contrario.

He vuelto a tomar entre mis manos con tristeza el diccionario, mientras interiorizaba la pena de muerte definitiva a que la LOMLOE condena las lenguas clásicas. Y a recordar la evidencia patente en el gesto de Ralph al entrever esa falsa confrontación con la que pretenden aturdirnos, entre la educación de futuro y el latín y el griego. En un mundo en el que cualquiera entiende el valor intrínseco de practicar deporte para mantener el cuerpo en las mejores condiciones posibles, parece que resulta invisible a la mayoría la estructura cerebral y el estado de forma del pensamiento que se adquiere con el aprendizaje del latín. Si entiendes para qué sirve caminar diez mil pasos al día, ¿por qué me preguntas para qué sirve estudiar latín? Solo quienes busquen un pueblo con cerebros fofos y porosos pondrían en duda la práctica de las lenguas clásicas, sin entrar siquiera a valorar la importancia de conocer los orígenes, la sabiduría de Aristóteles o el goce estético de Homero, que se sustraen a la educación pública, la de todos.

Pronto tratarán de convencernos también de que no merece la pena perder el tiempo leyendo durante la secundaria, porque el siglo XXI pertenece a las pantallas. O, siguiendo esta teoría utilitarista y del mínimo esfuerzo, no aprendamos a sumar y restar, porque eso ya lo hace la calculadora. Perdón, el teléfono. ¿Quién necesita, en definitiva, cultivar el pensamiento crítico en la era del algoritmo?, se preguntarán, mientras organizan una educación secundaria en la que se ofrezca a las nuevas generaciones ya todo pensado de antemano, ideologizada hasta la médula y en la que se desprecia tanto la capacidad de expresar con precisión los propios pensamientos como la disposición a estudiar los pensamientos de los demás, para así poder interactuar con ellos desde las bases de la razón y el entendimiento.

La sociedad que emane de este sistema educativo, cuando se consume la purga de las Humanidades que se ha ido imponiendo a lo largo y ancho de las siete leyes educativas aprobadas desde 1970, será mucho más dependiente, se habrá perdido obras sin parangón que nos precedieron y carecerá de elementos de juicio imprescindibles para formar su propio criterio. ¿A quién beneficia semejante estropicio? Mi muy querido Abel, paralítico cerebral y que es ya todo un chavalote, nunca pudo ni podrá estudiar latín. A todos los que sí pueden, no se les debería privar de esa capacidad.

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