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Escribo estas líneas con el absoluto convencimiento –a pesar de que los especialistas conjeturen lo contrario– de que en este nuevo año las cosas nos irán razonablemente bien a casi todos, de que les irá estupendamente bien a unos cuantos y de que otros tantos se ganarán el pan (y las cigalas, y el jamón de bellota) con oficios aparentemente más nobles, sacudiendo castañas verbales a diestro y siniestro. Mejor dicho: a diestro si son de izquierda y a izquierda cuando son diestros. Está claro que estoy refiriéndome a la profesión de la mayoría de los políticos.

El propósito inmediato de la lucha política es, como en casi todos los juegos, derrotar al oponente. ¿Cómo? Hablando.

Y más aún en las profesiones preponderantemente lingüísticas, en las que buena parte de su cometido se resuelve hablando o escribiendo, con mayor motivo: de ahí el sustantivo ‘parlamento’, que procede del occitano ‘parlar’, hablar con desembarazo o expedición, DRAE).

Pues vaya con las reglas del juego, que permiten entrar en ámbitos turbulentos: insultos, amenazas, falacias, medias verdades, simplificaciones, sesgos cognitivos, argumentos as hominem, etc. Yo ya me he acostumbrado al uso abusivo de estas figuras del discurso.

Me sumo a la mayoría de mis conciudadanos ayudado por un mecanismo básico apoyado éticamente en el teorema de Haliburton: dondequiera que hay autoridad (y se supone que un ministro, un diputado, un senador, un alcalde, etc. ‘tienen’ autoridad) se produce una inclinación natural hacia la desobediencia.

En 2023 reinará una desobediencia suave y humana. En mi caso, el problema se resuelve con un conocido ruego: “Dios mío, dame paciencia... Pero dámela ya”.

A veces funciona. No siempre, aunque en política, que algo sea absurdo no es un handicap”, reconocía Napoleón Bonaparte.

Usen palabras suaves y argumentos sólidos, y disfruten y abusen de la ironía fina (el sarcasmo lo dejaremos para otro día). En compensación por el esfuerzo, argumenten.

Excepto en los casos de superioridad palpable, que estimulan la ironía del interlocutor: Oscar Wilde avisaba anotando que en una discusión deben evitarse los argumentos porque son siempre vulgares y a menudo convincentes.

Mejor, con todo, es exigir a los que nos mandan un valor racional: así no nos aburrirán. “La verdad es el secreto de la elocuencia y la virtud, la base de la autoridad moral, la cumbre más alta en el arte y la vida”, afirmaba Henri-Frédéric Amiel, el filósofo ginebrino. Digan la verdad, si no les molesta.

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